Читаем La Ciudad maldita полностью

Andrei, con la cara metida entre las manos, trataba de acallar dentro de sí un aullido repulsivo, carente de todo sentido. Pero con una parte de su conciencia comenzaba a entender qué le estaba ocurriendo, y eso era de utilidad. Era horrible: estar aquí, entre muertos que al parecer estaban vivos, pero que en realidad ya estaban muertos… Izya decía algo, pero él no lo escuchaba. Al rato logró serenarse.

— ¿Qué dices? — preguntó, quitándose las manos de la cara.

— Digo que voy a registrar a los soldados, registra tú a los intelectuales. Y busca en la habitación de Quejada, él debía conservar las reservas intocables de los geólogos. No te preocupes, saldremos de ésta…

En ese momento se apagó el sol.

— ¡De puta madre! ¡En qué mal momento! — se quejó Izya —. Ahora hay que buscar una lámpara… Espera, creo que debo tener la tuya…

— Hay que poner los relojes en hora — dijo Andrei con dificultad.

Se llevó la muñeca a los ojos, miró las manecillas fosforescentes y las puso en las doce en punto. Izya, maldiciendo entre dientes, buscaba en la oscuridad, desplazaba la cama, registraba entre los papeles. Después, se oyó cómo rascaba una cerilla. Izya estaba en el centro de la habitación, a cuatro patas, alumbrando los rincones con la cerilla.

— ¿Qué cono hacéis ahí sentados? — gritó —. ¡Buscad la linterna! ¡Rápido, que sólo tengo tres cerillas!

Andrei se levantó de mala gana, pero el Mudo ya había encontrado la lámpara. Levantó el cristal y se la entregó a Izya. Tuvieron algo de luz. Izya regulaba la mecha mientras hacía pequeños movimientos con la barba. Sus dedos eran como ganchos, la mecha no se dejaba regular. El Mudo, con el rostro brillante de sudor, regresó a un rincón, se agachó y miró desde ahí a Andrei con lástima y fidelidad, con grandes ojos de niño. Un combatiente. Los restos de un ejército derrotado…

— Dame la lámpara — dijo Andrei. Se la quitó a Izya y arregló la mecha —. Vamos.

Empujó la puerta de la habitación del coronel. Las ventanas estaban herméticamente cerradas, no faltaba ningún cristal y por eso no se percibía el hedor. Olía a tabaco y agua de colonia. Olía al coronel.

Todo estaba minuciosamente ordenado: dos grandes maletas de buena piel con ropa doblada en su interior, un catre de campaña vestido sin una arruga, y de un clavo en la pared, a la cabecera, colgaba el correaje con una cartuchera y una gorra de enorme visera. En la pesada cómoda del rincón, sobre un círculo de fieltro, descansaba un farol de gasolina, a su lado había una caja de cerillas, un montón de libros y unos binoculares en su funda.

Andrei colocó su lámpara sobre la mesa y examinó el lugar. La bandeja con la cantimplora y los vasitos colocados boca abajo estaba en una de las baldas de una estantería vacía.

— Dámela — le dijo al Mudo.

El Mudo se levantó, agarró la bandeja y la puso sobre la mesa al lado de la lámpara. Andrei sirvió el coñac en los vasitos, que eran solamente dos. Se sirvió en la tapa de la cantimplora.

— Bebed — dijo —, por la vida.

Izya lo miró con aprobación, tomó un vasito y lo olfateó con cara de conocedor.

— ¡Qué bien! — dijo —. ¿Por la vida, entonces? Pero ¿acaso esto es vida? — Soltó una risita, chocó su vaso con el del Mudo y bebió. Los ojos se le humedecieron —. Qué rico… — dijo, con voz algo ronca.

El Mudo también bebió, como si fuera agua, sin el menor interés. Pero Andrei estuvo largo rato de pie con su tapa llena, y no se apresuraba a beber. Tenía deseos de decir algo más, pero no sabía claramente qué. Terminaba una etapa importante y comenzaba otra. Y aunque no era posible esperar nada bueno del día de mañana, ese día sería, de todos modos, una realidad particularmente palpable, porque quizá fuera uno de los escasísimos días que aún tenían por delante. Era una sensación totalmente desconocida para Andrei, muy aguda. Pero no se le ocurrió qué más decir.

— Por la vida — se limitó a repetir y se bebió el coñac.

Después, encendió el farol de gasolina del coronel y se lo entregó a Izya.

— Si rompes éste, barba manca — prometió —, te parto la cara.

Izya, ofendido y gruñón, se marchó, pero Andrei no tenía el menor apuro por salir de allí, y examinaba la habitación, distraído. Claro que deberían registrar aquel recinto, seguramente Dagan guardaba alguna reserva para el coronel, pero por alguna razón andar revolviendo cosas allí le parecía… ¿vergonzoso, sí?

— No te avergüences, Andrei — oyó una voz conocida de repente —, no te avergüences. Los muertos no necesitan nada.

El Mudo estaba sentado al borde de la mesa, balanceando una pierna, pero ya no se trataba del Mudo, o más bien, no era del todo el Mudo. Como antes, seguía vistiendo únicamente los pantalones, con un sable corto de campaña bajo el ancho cinturón, pero su piel ahora se había vuelto mate y seca, el rostro era más redondo y en las mejillas había un rubor saludable, como el de un melocotón. Se trataba del Preceptor en persona, y por primera vez al verlo, Andrei no experimentó alegría, esperanza ni nerviosismo. Sintió incomodidad y tristeza.

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