Enseguida se tropezó con lo que alguna vez había sido un depósito: una enorme hondonada redonda, con losas de piedra en las paredes. Ahora las losas estaban secas como el desierto, pero allí hubo agua alguna vez: la arcilla al borde de la hondonada era dura como el cemento, y conservaba huellas profundas de calzado y patas de perros. «Mal andamos», pensó Andrei. El antiguo terror volvió a atenazarle el corazón y enseguida lo liberó de nuevo: en el extremo opuesto de la hondonada se veían, aplastadas contra la arcilla en forma de estrella, las grandes hojas de una planta de ginseng. Andrei rodeó corriendo la hondonada, mientras buscaba la navaja en el bolsillo.
Resoplando, pasó varios minutos hurgando con dedicación en la arcilla petrificada, con la navaja y las uñas, retirando los trozos antes de profundizar más, y después agarró con ambas manos la gruesa raíz principal (fría, húmeda, potente), tiró de ella con fuerza pero con cuidado, para evitar, no lo quisiera Dios, que se partiera por la mitad.
La raíz era de las grandes, de unos setenta centímetros de largo y del grueso de un puño. Era blanca, limpia, brillante. Andrei fue en busca de Izya apretando la raíz contra una mejilla, pero no pudo contenerse y clavó los dientes en la carne jugosa y crujiente, masticó con deleite lo más minuciosamente posible, tratando de hacerlo despacio y de no perder ni una gota de aquella asombrosa humedad, amarga y con un toque de menta, que le refrescaba la boca y todo el cuerpo como en un bosque al amanecer, le aclaraba la cabeza y ya nada daba miedo, y uno podía hasta mover montañas… Después se sentaron en el umbral de la casa y se pusieron a masticar con alegría, haciendo diversos sonidos con la lengua mientras intercambiaban guiños con la boca llena y el viento soplaba descontento por encima de sus cabezas, imposibilitado de llegar hasta ellos. De nuevo lo habían engañado, no le habían dejado jugar con sus huesos sobre la arcilla desnuda. Ya estaban de nuevo en condiciones de medir sus fuerzas.
Bebieron cada uno un par de tragos del bidón caliente, se pusieron los arreos y siguieron adelante. Les resultaba fácil avanzar. Izya ya no se quedaba atrás, sino que iba junto a Andrei, arrastrando la suela medio arrancada.
— Por cierto, he visto allí otro arbusto — dijo Andrei —. Es pequeño, nos servirá al regreso.
— No vale la pena — dijo Izya —. Nos lo debimos comer.
— ¿Te has quedado con ganas?
— ¿Y por qué dejar que se pierda?
— No se perderá — dijo Andrei —. Nos vendrá bien en el camino de vuelta.
— No habrá ningún camino de vuelta.
— Hermanito, eso no lo sabe nadie — dijo Andrei —. Mejor, explícame: ¿habrá más agua?
— Está en el cénit — informó Izya con la cabeza levantada mirando al sol —. O casi. ¿Qué crees, señor astrónomo?
— Parece que sí.
— Pronto comenzará lo más interesante — dijo Izya.
— ¿Qué cosa interesante puede haber aquí? Bien, cruzaremos el punto cero. Iremos a la Anticiudad…
— ¿Cómo lo sabes?
— ¿Lo de la Anticiudad?
— No. ¿Por qué crees que sencillamente cruzaremos el punto cero y seguiremos adelante?
— Pues no pienso nada de eso — dijo Andrei —. Estoy pensando en el agua.
— ¡Tú lo has querido así, Dios mío! El inicio del mundo está en el punto cero, ¿entiendes? Deja de hablar del agua.[3]
Andrei no respondió. Comenzaban a subir una nueva elevación, era difícil avanzar, los arreos se les clavaban en la piel.