— ¡A nadie se le permite tener armas! — chilló Frijat, muy congestionado.
— ¡Vaya tontería! — repuso el que intentaba razonar.
— Claro que es una tontería — exclamó el barbudo —. Quisiera veros en nuestra ciénaga, por la noche, en épocas de celo…
— ¿Quién está en celo? — preguntó, interesadísimo, el intelectual que, gafas en mano, había logrado llegar hasta la primera fila.
— Uno que necesita estarlo — le respondió el granjero con desprecio.
— No, perdone… — balbuceó el intelectual —. Soy biólogo, y hasta este momento no he podido…
— Cállese — le ordenó Fritz —. Y a usted, le sugiero que me siga — continuó, dirigiéndose al barbudo —. Se lo sugiero para evitar un inútil derramamiento de sangre.
Sus miradas se cruzaron. Aquel barbudo maravilloso había entendido, siguiendo indicios que sólo él comprendía, con quién estaba tratando. Su pelambre facial se abrió en una sonrisita irónica.
— ¿
Le importaba un comino el derramamiento de sangre, inútil o no.
Fue como si a Fritz le pegaran un puñetazo en la barbilla. Echó la cabeza hacia atrás, su rostro pálido se volvió púrpura y sus pómulos se tensaron. Por un momento, Andrei creyó que se lanzaría contra el barbudo, y se dispuso a intervenir para evitar la pelea, pero Fritz se contuvo. La sangre huyó de su rostro.
— Eso no guarda relación alguna con este asunto — pronunció con sequedad —. Tenga la bondad de seguirme.
— ¡Déjelo usted en paz, Geiger! — dijo el de la voz de bajo —. Está claro que es un granjero. ¿A qué nos dedicamos ahora, a molestar a los granjeros?
Y todos asintieron y comenzaron a murmurar: sí, por supuesto, es un granjero, se irá y se llevará su ametralladora, no es un gángster, claro que no.
— Nuestra misión es espantar a los babuinos y aquí estamos, jugando a los policías — agregó el que intentaba razonar.
La tensión desapareció al momento. Habían olvidado a los babuinos, que de nuevo se paseaban por donde querían, comportándose como si estuvieran en la selva. Además, la población local parecía aburrida de esperar acciones decididas por parte del destacamento de autodefensa. Con seguridad habían llegado a la conclusión de que de allí no saldría nada bueno y que ellos mismos tenían que acomodarse a la situación. Y ya se veía a las mujeres, con aire diligente y labios apretados, con monederos en las manos, haciendo sus labores matutinas. Algunas llevaban en las manos escobas y palos de fregonas para espantar a los monos más descarados. Ya comenzaban a quitar las persianas del escaparate de la tienda, y el dueño del tenderete caminaba en torno a su quiosco semidestruido, se agachaba, se rascaba la espalda y, obviamente, calculaba algo mentalmente. Había cola en la parada del autobús, y ya se veía a lo lejos el primer transporte público, que tocó con fuerza el claxon, espantando a los babuinos que desconocían las reglas del tránsito e infringían las disposiciones del consistorio de la ciudad.
— Sí, señores míos — dijo una voz —. Parece que tendremos que habituarnos a todo esto. ¿Nos vamos a casa, jefe?
Fritz examinaba la calle con aire sombrío, mirando de reojo.
— Pues sí… — dijo, con voz sencillamente humana —. Vámonos todos a casa.
Giró sobre sí mismo, se metió las manos en los bolsillos y echó a andar hacia el camión. El destacamento lo siguió. Se encendieron cerillas y mecheros, alguien preguntaba, intranquilo, qué hacer con la llegada tarde al trabajo, si no sería bueno que les dieran una justificación por escrito… El que intentaba razonar también tenía algo que decir al respecto: ese día todos llegarían tarde al trabajo, no hacía falta justificación alguna. La multitud que rodeaba el carretón se dispersó. Sólo quedaron allí Andrei y el biólogo de gafas, que se había jurado a sí mismo no irse de allí sin averiguar quién tenía el celo en las ciénagas.
El barbudo, mientras desarmaba y guardaba de nuevo la ametralladora, explicó con condescendencia que quienes tenían el celo en las ciénagas eran los rojigátores, y los rojigátores, hermanos, eran algo así como cocodrilos. ¿Has visto a los cocodrilos? Pues igualitos, sólo que lanudos. Cubiertos de una lana roja y dura. Y cuando están en celo, hermanito, es mejor estar lo más lejos posible. En primer lugar, son más grandes que un buey, y en segundo, cuando están así no perciben nada, les da lo mismo una casa que un cobertizo, lo destrozan todo…
Los ojos del intelectual ardían de interés, escuchaba ansioso, arreglándose las gafas a cada momento con los dedos muy abiertos.
— ¿Vais a venir o no? — los llamó Fritz desde el camión —. ¡Andrei!
El intelectual miró hacia el camión, después miró su reloj, soltó un gemido lastimero y se puso a balbucear excusas y agradecimientos. Después, apretó y sacudió con todas sus fuerzas la mano del barbudo y se marchó corriendo. Pero Andrei decidió quedarse.