Читаем La Ciudad maldita полностью

— Eso quiere decir que los muchachos trabajaron con cuidado — dijo Coxis, en tono de aprobación —. Eso quiere decir que llevaban calcetines llenos de arena… Todavía me duelen las costillas… y se niegan a llevarme al hospital. Si estiro la pata aquí, tendrán que responder por ello.

— Durante tres días no le ha dolido nada, y tan pronto le muestro el certificado le empiezan los dolores.

— ¿Cómo que no me dolía nada? Me dolía tanto que no tenía fuerzas, y como se me ha acabado la paciencia he empezado a quejarme.

— No siga mintiendo, Block — pronunció Andrei con cansancio —. Lo oigo y me dan ganas de vomitar.

Aquel tipo inmundo le daba náuseas. Un bandido, un gángster, lo habían atrapado con las pruebas y no quería confesar de ninguna manera… «Lo que pasa es que no tengo experiencia. Los otros hacen confesar a estos tipos en un visto y no visto…» Y, mientras tanto. Coxis suspiró amargamente, hizo una mueca lastimera, puso los ojos en blanco, gimió un par de veces y se deslizó en la silla, al parecer con la intención de escenificar un desmayo convincente para que le dieran un vaso de agua y lo enviaran a dormir a la celda. A través del espacio entre los dedos Andrei contemplaba con odio aquellas manipulaciones repulsivas.

«Atrévete a intentarlo — pensó —. Si se te ocurre vomitar en el piso de mi despacho, te haré limpiarlo todo con el secante, hijo de perra…»

Se abrió la puerta y el juez superior de instrucción Fritz Geiger hizo su entrada con paso seguro. Después de examinar con una mirada indiferente al encorvado Coxis, se acercó a la mesa y se sentó de lado sobre los papeles. Sin pedirlo, sacó varios cigarrillos del paquete de tabaco de Andrei, se metió uno entre los labios y guardó el resto en una fina pitillera de plata. Andrei encendió una cerilla, Fritz pegó la primera calada y le dio las gracias con un movimiento de cabeza. Soltó un chorro de humo hacia el techo.

— El jefe me ha dado la orden de que me ocupe del caso de los Ciempiés Negros — dijo, en voz baja —, si no tienes nada en contra, por supuesto. — Bajó más la voz y arrugó los labios en un gesto significativo —. Parece que el Fiscal General le dio un buen repaso al jefe. Está citando a todo el mundo en su despacho para soltarle una arenga. Pronto te llegará el turno…

Dio otra calada y miró a Coxis. El detenido, que había estirado el pescuezo para saber de qué susurraban los instructores, se encogió al momento y dejó escapar un gemido lastimero.

— Parece que has terminado con éste, ¿verdad? — preguntó Fritz. Andrei negó con la cabeza. Le daba vergüenza. En los últimos diez días, era la segunda vez que Fritz acudía a retirarle un caso —. ¿De veras? — se asombró Fritz. Durante varios segundos examinó a Coxis, como valorándolo, y después dijo, a media voz —: ¿Me permites? — Y, sin aguardar respuesta, se apeó de un salto de la mesa —. ¿Todavía te duele? — preguntó, compasivo.

Coxis gimió, asintiendo.

— ¿Quieres tomar agua?

Coxis gimió nuevamente y tendió una mano temblorosa.

— Y seguro que también quieres fumar, ¿verdad?

Coxis entreabrió un ojo, desconfiado.

— ¡Pobrecillo, todavía le duele! — dijo Fritz en voz alta, sin volverse hacia Andrei —. Si da lástima ver cómo sufre este pobre hombre. Le duele aquí… y también aquí… y aquí…

Mientras repetía estas palabras con diferente entonación, hacía unos movimientos rápidos e incomprensibles con la otra mano, la que quedaba libre del cigarrillo, y los lastimeros gemidos de Coxis se convirtieron de súbito en graznidos y exclamaciones de sorpresa, y su rostro palideció.

— ¡De pie, canalla! — gritó Fritz de repente, con toda la fuerza de sus pulmones, y retrocedió un paso.

Coxis se levantó de un salto, y en ese momento Fritz le propinó un violento gancho al estómago. El detenido se dobló, y Fritz le pegó un golpe feroz en la mandíbula, con la mano abierta, de abajo hacia arriba. Coxis se balanceó hacia atrás, hizo caer el taburete y se desplomó de espaldas.

— ¡Levántate! — rugió Fritz de nuevo.

Coxis trataba de levantarse del suelo entre jadeos y sollozos. Fritz llegó a su lado de un salto, lo agarró por el cuello de la camisa y de un tirón lo obligó a ponerse de pie. En ese momento, el rostro de Coxis estaba blanco con tonos verdosos, los ojos enloquecidos se le salían de las órbitas y sudaba copiosamente.

Andrei, con un gesto de asco, bajó la vista y se puso a buscar un cigarrillo en el paquete con dedos temblorosos. Tenía que hacer algo, pero no sabía qué. Por una parte, los actos de Fritz eran inhumanos y viles, pero por otra parte aquel bandido cínico, aquel salteador que se burlaba descaradamente de la justicia, aquel forúnculo en el cuerpo de la sociedad no era menos inhumano y vil…

— Me parece que no estás satisfecho con el trato que recibes — decía en ese momento Fritz, con voz obsequiosa —. Creo que hasta tienes intención de quejarte. Pues mi nombre es Friedrich Geiger, el juez superior de instrucción Friedrich Geiger…

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