Andrei se obligó a sí mismo a levantar los ojos. Coxis estaba de pie, erguido, con el cuerpo algo echado hacia atrás, y Fritz se encontraba a su lado, con las manos en la cintura y levemente inclinado hacia el detenido.
— Puedes quejarte, conoces a mis jefes actuales. ¿Y sabes quién era mi jefe anteriormente? Cierto
Sonó el teléfono. Andrei levantó el auricular.
— Juez de instrucción Voronin al habla — dijo, entre dientes.
— Soy Martinelli — respondió una voz grave con un leve jadeo —. Venga a mi despacho, Voronin. De inmediato.
Andrei colgó el teléfono. Se daba cuenta de que le darían un buen repaso en el despacho del jefe, pero se alegraba de salir de su despacho en ese momento, de irse lo más lejos posible de los ojos dementes de Coxis, de la feroz quijada de Fritz, de la densa atmósfera de la mazmorra. Por qué había tenido que mencionar la Gestapo… a Himmler…
— El jefe me convoca a su despacho — dijo, con una voz extraña y chirriante, abrió maquinalmente el cajón y se guardó la pistola en la cartuchera, según el reglamento.
— Suerte — replicó Fritz, sin volverse —. Yo me quedo aquí.
Andrei caminó hacia la puerta acelerando el paso y salió al pasillo como una bala. Bajo los arcos sombríos había un silencio fresco y perfumado. Sobre un largo banco de madera, custodiados por un alguacil de mirada severa, estaban sentados, inmóviles, varios individuos desastrados de sexo masculino. Andrei pasó por delante de una serie de puertas cerradas que daban a las salas de interrogatorio, dejó atrás el descansillo de la escalera donde varios jueces de instrucción jovencitos, de la última leva, fumaban emboquillados y se contaban mutuamente sus casos, subió al tercer piso y llamó a la puerta del despacho del jefe.
Martinelli tenía una expresión sombría. Sus gruesos cachetes colgaban, sus escasos dientes asomaban amenazantes, respiraba por la boca con dificultad y miraba a Andrei de reojo.
— Siéntese — gruñó.
Andrei se sentó, se puso las manos sobre las rodillas y clavó la vista en la ventana, protegida por una reja. Al otro lado del cristal había una oscuridad impenetrable. Eran alrededor de las once de la noche, pensó. Cuánto tiempo había perdido con ese canalla…
— ¿Cuántos casos lleva? — preguntó el jefe.
— Ocho.
— ¿Cuántos tiene la intención de cerrar al término del trimestre?
— Uno.
— Muy mal. — Andrei permaneció en silencio —. Trabaja mal, Voronin. ¡Muy mal! — dijo el jefe, jadeando. Sufría debido a la falta de aire.
— Lo sé — dijo Andrei, sumiso —. No acabo de cogerle el tranquillo.
— ¡Ya es hora! — el jefe levantó la voz, hasta llegar casi a un ronco silbido —. Con el tiempo que lleva trabajando aquí y únicamente ha cerrado tres tristes casos. No está cumpliendo con su deber ante el Experimento, Voronin. Y eso que tiene de quién aprender, a quién preguntar. Fíjese, por ejemplo, en cómo trabaja ese amigo suyo, le hablo de… eh… quiero decir, Friedrich… eh… Tiene sus defectos, claro está, pero usted no tiene por qué copiar sus defectos. Puede aprender de sus virtudes, Voronin. Ambos llegaron juntos aquí, y él ya ha cerrado once casos.
— Yo no puedo trabajar así — dijo Andrei, con aire lúgubre.
— Aprenda. Hay que aprender. Todos aprendemos. Ese… Friedrich tampoco vino aquí después de terminar los cursos de jurisprudencia, y trabaja, bastante bien, por cierto. Ya es juez superior de instrucción. Existe la opinión de que ha llegado el momento de nombrarlo vicejefe del sector de delitos comunes… Sí. Pero no estamos satisfechos con usted, Voronin. Por ejemplo, ¿cómo avanza el caso del Edificio?
— De ninguna manera — dijo Andrei —. Eso no es un caso, es un absurdo, puro misticismo…
— ¿Cómo algo puede ser místico si hay declaraciones de testigos? Hay víctimas. ¡Desaparece gente, Voronin!
— No entiendo cómo se puede instruir un caso que se basa en leyendas y rumores — dijo Andrei con expresión sombría.
El jefe tosió, tenso, con un sonido sibilante.
— Hay que mover las neuronas, Voronin. Rumores, leyendas, es verdad. Un aura de misticismo, es verdad. ¿Y para qué? ¿Quién se beneficia? ¿De dónde parten los rumores? ¿Quién los genera? ¿Quién los difunde? ¿Con qué objetivo? Y, lo fundamental, ¿adonde va a parar la gente? ¿Me ha entendido, Voronin?
— Lo entiendo, jefe — dijo Andrei, haciendo acopio de valor —. Pero no estoy a la altura de ese caso. Prefiero ocuparme sólo de delitos comunes. La ciudad está llena de delincuentes…