Читаем La Isla de los Jacintos Cortados полностью

Pero si ahora te acomodas junto a mí por vez postrera, y no a mirar espejos, sino a las llamas prendidas del fuego, verás de nuevo nuestra Isla Gorgona, ahora en su conjunto, irregular y nítida, en mitad de la mar rutilante. Algunas velas, una fragata lejana, esa escuna que va a entrar en la ría. La verdad es que nada de eso nos importa, en el supuesto (aleatorio) de que nos importe algo. Pero, por si acaso, te invito a fisgar un poco en el palacio de Las Tres Gracias, a quienes alguien llama también Las Tres Doncellas, cuya fachada luce gala de luto. No me preguntes por el día en que estamos, porque lo ignoro. Desde luego no es el siguiente al pistoletazo de Nelson. Ha pasado algún tiempo, el requerido por el sinfín de detalles y de condiciones que la Vieja ha exigido para enterrar a su hermana. Hubo que traer, ya verás para qué, mendigos de Calabria y violinistas de Nápoles. Hubo que enviar a Florencia un equipo especializado en robo con fractura para sacar de un palacio cuyo nombre no consta cierto traje de damasco usado en el día de su boda por una funesta princesa. Hubo que traer maderas olorosas del Oriente para la confección del ataúd. Hubo que… Finalmente, se organizó el velorio a gusto de la Vieja con la aprobación expresa de la Tonta, que llegó a opinar: «Nuestra hermana está muy guapa, y da gusto morir así. Quiero que la quites a ella y me pongas en su sitio», y porque la Vieja le dijo que no, y que dejara de desear sandeces, pasó tres días llorando.

El catafalco que ves no son más que cajones disimulados, como todos los catafalcos; pero el terciopelo negro, bordado y blasonado, que lo cubre, ya figuró en el funeral del papa Alejandro VI, quedó en herencia a la Vieja por servicios prestados, con unas dosis de ponzoña de añadidura. Se había frisado un poco, el terciopelo, con los siglos, por la parte de las dobleces, pero, a fuerza de cepillo, quedó bastante bien, y, además, como decía la Vieja, y con razón, su mismo deterioro acreditaba su remota prosapia. Los candelabros eran un poco más recientes, de bronce pesado, con amorcillos trepando por rosales y vides y enviándose besos de descarado misticismo, obras atribuidas al Bernini en un momento de ebriedad. Cuanto a la alfombra, había venido de Persia un par de siglos antes. Pero eso carece de relieve en el conjunto; no resalta, como en seguida se advierte. Lo que atrae, lo que ha solicitado tu atención desde el momento de entrar en el salón tan triste y tan lujoso, fue el rostro de la Muerta (Talía, no lo olvides). Por lo pronto, el escultor se había esmerado, había puesto en la máscara suficiente talento. Como no le habían dado retrato que copiar, ni siquiera una idea, él había hojeado antiguos grabados y dibujos, y había acabado por elegir la bellísima cara de una doncella pintada seguramente por el Guardi con ocasión de un deceso, a la que había añadido por su cuenta unas arrugas apenas perceptibles en las esquinas de los ojos y de los labios, sólo por haber oído alguna vez que la Muerta, igual que sus hermanas, contaba siglos. La puso blanca, claro, pero de una blancura opalescente, casi cristal, y para el rojo de los labios imaginó la palidez de una guindilla (en esto, desde luego, no fue demasiado original, pero tampoco se le pueden pedir filigranas a un modesto escultor isleño). Añadió unas sombras muy leves, y el consabido violeta a las ojeras. Cuando a la Vieja le llegó aquella máscara, al momento no reconoció en ella a su hermana muerta, pero como el rostro de porcelana quebrada por el inglés tampoco representaba con toda exactitud la verdadera cara de la Muerta (de quien algunos aseguran que no existió jamás, y que fue una convención tácitamente aceptada a lo largo de los siglos, como se aceptó después la de Napoleón), dijo que bien, que se le parecía mucho, y sin dilaciones ella misma la instaló en el lugar adecuado, completó con ella la figura, vestida del ropón florentino (un primor de damasco rosado), yacente en el ataúd. No faltaba más que encender los blandones y mandó que lo hicieran. Y ya empezaba a entrar la gente que hacía cola a la puerta del palacio para los pésames y las visitas a la difunta, cuando se le ocurrió a la Vieja una novedad con la que completar, diríase perfeccionar, la leyenda de su hermana inexistente, y fue escribir en un largo y retorcido pergamino, con grandes letras de fuego, estas palabras:

Talía murió virgen

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