Lo que entonces aconteció fue una cosa curiosa, nunca suficientemente explicada acaso porque sea inexplicable, y pocas veces creída porque es inverosímil, además de increíble, pero de eso no se infiere que no haya sucedido. Protagonistas y testigos jamás fueron demasiado explícitos al respecto, y la documentación pertinente es escasa y ambigua, por no decir escasamente inteligible. No es cosa, claro, de traer aquí los textos, entre otras razones porque en su mayor parte se han perdido, pero no estaría de más, sin embargo, acudir como en otra ocasión, a los inaccesibles, a los secretísimos archivos del Foreing Office. El sentido práctico de los ingleses les aconsejó siempre escribir las cosas claras, salvo algunos poetas, y los informes diplomáticos lo son sin excepción, aunque vayan cifrados. El del cónsul, míster Algernon Smith, está fechado pocos días después: si la cosa fue un martes, el viernes que le sigue. Consta de un larguísimo preámbulo marcadamente teórico y, a ratos, teológico, en el que medita acerca de lo maravilloso y de lo milagroso, conceptos, según él, equiparables e incluso equivalentes, si bien el uno afecta a lo pagano y el otro a lo cristiano; o, dicho de otra manera, a lo laico y a lo sacro, más o menos. Y se pregunta si lo que va a contar, por haber acaecido dentro de la era cristiana y en territorio acotado por la obediencia de Roma, debe llamarlo propiamente milagro, aun a sabiendas de que el uso de tal concepto resultará por lo menos incómodo, y quizá shocking
, a los señores obispos de la Cámara Alta. «Reconozco no obstante que lo de "maravilla" resulta insuficiente -escribe míster Smith-; me inclinaría, en todo caso, por el "milagro profano", con la intención de que semejante coyunda de significaciones exprese que se mantiene lo de milagroso, pero excluyendo cuanto de religioso puede haber en un milagro.» Personalmente me inclino a creer que míster Smith acertó con las palabras y con la explicación. Lo que después del preámbulo y de otros largos razonamientos contó, se reduce a pocas líneas, las suficientes: «Me encontraba en mi cuarto de trabajo. Se me había apagado la pipa. Me levanté para pedir que me trajeran fuego, y, al hacerlo, me di cuenta de que aquella estancia no era mi cuarto de trabajo habitual, en la casa de la Calle de los Cretenses en que acostumbro a vivir, sino la cabina de un oficial de barco, y yo mismo había cambiado, mi traje al menos, pues estaba vestido de teniente de navio de la marina británica. Mi primer sentimieno fue de desasosiego, ya que la equivalencia en la Marina del grado de comandante que alcancé con el ejército de su Graciosa Majestad es el de capitán de corbeta; pero pronto la conciencia entera de lo que de verdad acontecía me aconsejó dejar para más tarde aquella pequeñez. Abrí lo que creía una ventana y me hallé encima de la mar, asomado al costado de un buque con las olas a escasas yardas de mi barbilla. Salí, y me saludaron marineros de uniforme. Me tropecé con un contramaestre: "Venía a buscarle de parte del comandante". Le seguí. El comandante en cuestión no era otro que Ascanio Aldobrandini, primer ministro y tirano de la Isla. No llevaba uniforme. Estaba en la cámara del barco, rodeado de cachivaches náuticos entre los que se movía con entera naturalidad. Otros oficiales esperaban sus órdenes. Las que dio se referían a la batalla inminente. Hice algunas preguntas, y pude saber que el barco a bordo del cual me hallaba, era la misma Gorgona, trasmudada en navio de tres puentes, con todos sus habitantes de dotación. Nos hallábamos a pocas millas de una escuadra francesa con la que el encuentro bélico era inevitable. El al parecer comandante Aldobrandini, que nunca me había dado muestras de simpatía, me saludó con gran amabilidad y me mandó sentar. Lo hice después de cuadrarme».