Luego, Ish volvió otra vez al mundo de las tinieblas hasta que advirtió que lo habían sentado sobre una superficie dura y sintió en la nuca el contacto de algo frío. Tenía los pies helados. Alguien le frotaba las manos y él recobraba lentamente el conocimiento.
Estaba sentado sobre la acera, con la cabeza apoyada en la baranda. Lo primero que vio fue el martillo, en el suelo, ante él, con el mango hacia arriba. Dos de los jóvenes le frotaban las manos. Los otros dos miraban, y todos parecían inquietos.
Ish sintió en los pies —y en las piernas, hasta las rodillas— un frío que podía llamarse mortal. Entendió también, pues se le había despejado de nuevo la mente, que aquello no había sido un simple desfallecimiento, propio de la vejez, sino una especie de ataque —apoplejía o síncope cardíaco—, y que los otros tenían miedo.
Jack movió los labios como si hablara y sin embargo no salía ningún sonido. Era incomprensible. Los labios se movieron más y más rápido, como si Jack gritase. De pronto, Ish comprendió que estaba sordo. Esta comprobación le dio más alegría que pena. Desde entonces gozaría de una paz que el hombre normal no puede conocer.
Los otros se pusieron a hablar, es decir a hacer gestos. Trataban desesperadamente de hacerse oír. Ish, perplejo, sacudió la cabeza. Quería explicar que los sonidos no llegaban a él, pero no podía articular una palabra. Se inquietó; en aquella tribu donde nadie sabía leer, era una molestia no poder hablar.
Los jóvenes se habían mostrado respetuosos y amables todo el día. Ahora se impacientaban. Ish adivinaba que le pedían algo y temían que él no lo hiciese. Gesticulaban y señalaban el martillo pero a Ish le pareció inútil tratar de comprender.
Al fin los jóvenes se impacientaron y empezaron a pellizcarlo. Ish era aún sensible al dolor. Gritó, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Se sintió avergonzado de esta debilidad, indigna del último americano.
Es raro, pensó, ser un dios viejo. Te rinden homenaje y te maltratan. En el caso de que no atiendas en seguida sus ruegos, tus adoradores emplean la violencia. No es justo.
Sin embargo, a fuerza de reflexionar y observar la mímica de los jóvenes, Ish comprendió al fin. Deseaban que erigiese a alguien y le diese el martillo. El martillo era suyo desde hacía mucho tiempo, y nadie le había propuesto hasta hoy que lo regalara. Pero poco importaba y además deseaba que dejaran de pellizcarlo. Podía aún mover los brazos y con un ademán indicó que le daba el martillo al joven Jack.
Jack tomó el martillo y lo balanceó en la mano derecha. Los otros tres retrocedieron unos pasos, e Ish sintió una rara piedad por el joven que heredaba su único bien.
Pero por lo menos todos parecían aliviados. El martillo ya tenía heredero, y dejaron de atormentar a Ish.
Ahora podía descansar, pensó Ish; había cumplido su tarea y estaba en paz consigo mismo. Se moría, no podía ignorarlo, allí, en el puente. No sería el primero. Cuántos otros habían muerto allí, víctimas de algún accidente de tránsito. Él hubiese pedido morir, también, en un accidente semejante. Último sobreviviente de la civilización, volvía allí para morir. Eso lo alegraba. Se repetía vagamente una frase inconclusa que había leído en un libro, cuando leía tantos libros: «Los hombres van y vienen…» Pero sin la segunda mitad era trivial, no significaba nada.
Miró a sus compañeros. Tenía una niebla ante los ojos, y no podía ver muy bien. Sin embargo, alcanzó a distinguir a los dos perros, echados tranquilamente, y a los cuatro jóvenes —tres estaban juntos, y el otro un poco apartado— sentados a su alrededor en un semicírculo. Lo miraban. Eran jóvenes, y en el ciclo de la humanidad tenían miles de años menos que él. Él, Ish, era el último representante del mundo antiguo; ellos eran los primeros del nuevo. ¿Recomenzaría la lenta evolución del pasado? Esperaba que no. Demasiados males habían ayudado a crear la civilización: la esclavitud, conquistas, guerras, tiranías.
Los ojos de Ish buscaron el puente, más allá del grupo de jóvenes. Ahora, en sus últimos instantes, se sentía más cerca del puente que de los seres humanos. El puente, como él, había sido parte de la civilización.