Sin embargo, pensándolo un poco, ¿cuándo había visto a algún pescador? Desde luego, no esa semana. No tampoco en las dos semanas últimas. Había oído un automóvil, una noche. Le sorprendió que alguien subiese en la oscuridad por esa carretera. Comúnmente acampaban abajo a la caída de la tarde, y partían a la mañana. Pero quizá deseaban llegar cuanto antes a algún río favorito, e iniciar la pesca al amanecer.
No, realmente, no había hablado ni visto a nadie en las dos últimas semanas.
Una punzada de dolor lo devolvió al presente. Tenía la mano hinchada. Soltó el torniquete y la sangre circuló otra vez.
Sí, su aislamiento era total. No tenía radio. Podía haber ocurrido una catástrofe en la Bolsa, u otro Pearl Harbor. Quizás eso explicaba la escasez de pescadores. De cualquier modo, no podía esperar que viniesen a ayudarlo.
Sin embargo, aquella perspectiva no lo alarmaba. En el peor de los casos seguiría allí acostado. Tenía agua y comida para dos o tres días. Luego, cuando la mano se le deshinchase, iría en el coche al rancho de Johnson, el más cercano.
Pasó la tarde. A la hora de cenar, sin ganas, preparó café y bebió unas cuantas tazas. Sufría bastante, pero a pesar del dolor y el café, se quedó dormido…
Se despertó de pronto, con la luz, advirtiendo que alguien había abierto la puerta. Dos hombres en traje de calle, casi elegantes, escudriñaban a su alrededor de una manera extraña, como asustados.
—¡Estoy enfermo! —dijo desde la cama.
El miedo de los hombres se transformó en pánico. Se volvieron rápidamente y sin cerrar la puerta echaron a correr. Momentos después se oyó el ruido de un motor, que se perdió en seguida en las montañas.
Sintió miedo, entonces, por primera vez. Se incorporó y miró por la ventana. El coche había desaparecido en el recodo. ¿Qué pasaba? ¿Por qué esa huida?
La luz venía de oriente. Había dormido hasta el amanecer. La mano le dolía aún. Pero no se sentía enfermo. Calentó el jarrito de café, preparó un poco de avena y se acostó otra vez. Iría en seguida a casa de Johnson… si antes no pasaba alguien que quisiera detenerse y ayudarlo.
Sin embargo, pronto empezó a empeorar. Se trataba, sin duda, de una recaída. A media tarde estaba realmente asustado. Tumbado en la cama, redactó una nota, explicando lo que había ocurrido. No pasaría mucho tiempo sin que alguien lo encontrase. Sus padres, sin noticias, telefonearían a Johnson. Logró garabatear con la mano izquierda unas pocas palabras. Luego firmó:
A medianoche, como el náufrago que ve pasar a lo lejos, desde una balsa, un buque trasatlántico, oyó un ruido de coches, dos coches, que subían por la carretera. Se acercaron, y luego siguieron adelante, sin detenerse. Los llamó, pero se sentía muy débil, y su voz, estaba seguro, no atravesaba aquellos doscientos metros.
Antes del crepúsculo, no sin esfuerzo, se incorporó tambaleándose, y encendió la lámpara. No quería quedarse a oscuras.
Se inclinó luego, aprensivamente, hacia el espejito que colgaba del techo inclinado. El rostro no parecía más largo y flaco que antes, pero tenía las mejillas encendidas. Los grandes ojos azules, congestionados, que lo miraban con un ardor febril, y el hirsuto cabello castaño completaban el retrato de un hombre muy enfermo.
Se volvió a la cama, sin miedo, pero seguro casi de que iba a morir. De pronto se sentía helado; en seguida, devorado por la fiebre. La lámpara sobre la mesa iluminaba los rincones de la cabaña. El martillo seguía en el suelo, con el mango hacia arriba, en un precario equilibrio. Si hiciese testamento, un testamento como los de antes, divagó, en el que se describían todos los bienes, diría: «Un martillo de minero; peso de la cabeza, cuatro libras; mango, treinta centímetros; madera rajada, dañada por la intemperie; metal enmohecido, aún utilizable.» Había hallado el martillo poco antes de encontrarse con la serpiente, recibiendo con alegría aquel legado del pasado, de una época en que los mineros blandían el martillo con una mano y sostenían el buril con la otra. Cuatro libras es casi el peso máximo que un hombre puede manejar de ese modo. En aquel delirio febril, pensó que una fotografía del martillo podía ilustrar muy bien su tesis.
La noche fue una larga pesadilla: torturado por accesos de tos, sofocado, consumido primero por el frío, y luego por la fiebre. Una erupción similar al sarampión le cubrió el cuerpo.
Al alba se hundió otra vez en un sueño profundo.