Antes de responder, George movió el cigarro hasta el otro lado de la boca.
—No sé.
Como Em, George consideraba que esta dificultad no era de su incumbencia. Si le pidieran que arreglase un grifo flojo o un vertedero atascado, se pondría en seguida a trabajar. Pero no era un mecánico, y menos un ingeniero. Como siempre, Ish era el indicado.
—¿De dónde venía el agua? —preguntó Ish, de pronto.
Los otros callaron. Era curioso. Habían usado el agua veinte años, sin preguntarse de dónde salía. Era un don del pasado, tan gratuito como el aire, las cajas de habas y las botellas de salsa de tomate que se apilaban en los mercados. Ish se había preguntado alguna vez, vagamente, cuánto tiempo correría el agua, y qué deberían hacer para asegurarse nuevas reservas. Pero no había tomado ninguna decisión. El agua no se acabaría de la noche a la mañana, y no había prisa. Por primera vez tenía una razón inmediata para decirse: «Hay que ocuparse de las reservas de agua».
Interrogó sucesivamente con la mirada a George y Ezra y no obtuvo respuesta. George se apoyaba ora en un pie, ora en el otro. Los ojos maliciosos de Ezra parecían decir que aquél no era su terreno. Ezra conocía a la gente. Vendedor en una tienda de vinos, sabía sin duda bromear con los clientes y venderles las marcas que más favorecían a la casa, pero, en cuanto a las ideas, Ish era superior a él. E Ish comprendió que debía responder a su propia pregunta.
—El agua viene seguramente de la vieja red de la ciudad —dijo—. Es decir, venía. Lo mejor, creo, será subir a los depósitos y ver si todavía hay agua.
—Muy bien —dijo Ezra, siempre de acuerdo—. ¿Y si hablásemos con los muchachos?
—No —dijo Ish—. Si se tratara de una partida de caza o de pesca, perfectamente. Pero no saben nada de reservas de agua.
Salieron, llamaron a los perros, y prepararon los arneses. Los depósitos estaban a unos mil quinientos metros, pero desde su encuentro con el puma, Ish no hacía largas caminatas, y a George los años le habían endurecido las piernas. Los preparativos fueron bastante largos. En ocasiones semejantes, Ish lamentaba que el arte de domar caballos se hubiera perdido. No había caballos salvajes en las cercanías, pero debían de abundar en el valle de San Joaquín. Por desgracia, los tres hombres eran gente acostumbrada a los automóviles, y no sabían tratar a los caballos. Los perros eran más convenientes; exigían menos cuidados y comían cualquier trozo de carne. Los caballos, en cambio, necesitaban buenos pastos y había que protegerlos contra los zorros y los pumas. En fin, a falta de automóviles, los carritos tirados por perros satisfacían las modestas necesidades de la Tribu, y George se sentía feliz haciendo los carritos y reparándolos. Durante un tiempo, cuando se sentaba en uno de aquellos vehículos, arrastrados por cuatro perros, Ish creía participar en una grotesca cabalgata y ofrecer un risible espectáculo. Pero los otros no tenían tantos escrúpulos, y, poco a poco, se había habituado. ¿No había habido antes trineos de perros? ¿Por qué no carritos?
Dejaron los perros al pie de la última ladera y subieron por el viejo sendero abriéndose camino entre las zarzas. Se inclinaron sobre el depósito. Había sólo una pequeña capa de agua en dos o tres lugares bajos, y la tubería de desagüe había quedado al aire. La miraron largamente y Ezra suspiró:
—Era esto.
Hicieron algunos planes, pero sin interés ni convicción. La estación de las lluvias llegaba a su fin, y había pocas posibilidades de que el agua llenara otra vez el depósito. Descendieron por el sendero, subieron a los carritos y regresaron a las casas.
Al acercarse, los perros de los carritos se pusieron a ladrar, y los que habían quedado en las casas les hicieron coro. Toda la colonia se había reunido en casa de Ish. Cuando Ish comunicó la noticia, los rostros de los mayores se ensombrecieron, y un niño, demasiado joven para apreciar la gravedad de las circunstancias, se echó a llorar. Todos hablaban a la vez. Nadie temía morir de sed, pero las mujeres no podían admitir que no hubiera más agua en los baños y no un solo día, sino nunca más. Era volver al estado salvaje.
Sólo Maurine aceptó resignada la catástrofe.
—Pasé mis primeros dieciocho años en una granja de Dakota —declaró—. Nunca vi un inodoro, excepto algún domingo en la ciudad, y teníamos que salir de la casa. Al fin papá nos llevó a todos a California, en el viejo auto, pero yo pensaba que eso no podía durar y que pronto tendríamos que salir otra vez, aun bajo la lluvia o la nieve. Los inodoros estaban muy bien, pero eso se acabó. Agradezco a Dios que el tiempo no sea aquí tan frío como en Dakota.