Pero había otra cosa que me interesaba. Reposaba en posición casi supina, con las piernas estiradas, inmóvil. Me lo permitieron con excesiva facilidad; ni siquiera. Oswamm se pronunció demasiado en contra. Los argumentos aducidos por él y por Abs no pudieron convencerme — yo mismo hubiera encontrado unos mejores —. Sólo insistieron en que cada uno de nosotros debía volar solo. Y ni siquiera se tomaron a mal que yo impusiera mi rebeldía a Olaf, quien de otro modo habría aceptado quedarse allí por más tiempo. Esto me dio que pensar. Esperaba complicaciones, algo que invalidara mi plan en el último momento. Pero no sucedió nada parecido, y ahora yo estaba volando. Este último viaje terminaría dentro de un cuarto de hora.
Era evidente que no les había cogido de sorpresa ni mi plan, ni la posición que adopté para lograr una salida más rápida. Ya tenían catalogado este tipo de reacción; era una conducta estereotipada, propia de tipos impetuosos como yo y que en sus tablas psicotécnicas tenían su correspondiente número ordinal. Me permitían volar…, ¿por qué? ¿Porque la experiencia les decía que no sería capaz de llevarlo a cabo? Pero ¿por qué no, cuando toda esta escapada «independiente» consistía en volar de una estación a otra, donde alguien del ADAPT terrestre ya estaría esperando, y todo cuanto yo debía hacer se reducía a encontrar a esa persona en el lugar convenido?
Entonces ocurrió algo. Oí levantarse unas voces. Me incorporé en el asiento. Dos hileras delante de mí, una mujer empujó a la azafata, quien a causa de un movimiento defensivo lento y automático, retrocedió entre los asientos. La mujer repitió: «¡No lo permitiré! ¡No me dejaré tocar por ésta! — » No pude ver su rostro. Su vecino la agarró por el hombro y le habló en tono conciliador. ¿Qué significaba esta escena? Los otros pasajeros no le prestaron atención. Me invadió una vez más la sensación de una extrañeza inverosímil. Miré a la azafata, que se había detenido junto a mí y me sonreía como antes. No era la sonrisa superficial de una cortesía obligada, ni pretendía minimizar el incidente. La azafata no fingía serenidad; la sentía realmente.
— ¿Le gustaría beber algo? ¿Prum, extran, morr, sidra?
Una voz melodiosa. Negué con la cabeza. Quería decirle algo amable, pero sólo se me ocurrió la consabida pregunta:
— ¿Cuándo aterrizaremos?
— Dentro de seis minutos. ¿Desea comer algo? No tiene por qué apresurarse; se puede quedar aquí después del aterrizaje.
— No, gracias.
Se alejó. En el aire, justo delante de mi rostro y contra el fondo del respaldo delantero, centelleó, como escrita con el extremo encendido de un cigarrillo, la palabra STRATO. Me incliné hacia delante para ver cómo había surgido este letrero, y me estremecí. Mi respaldo se curvó y me rodeó elásticamente. Yo ya sabía que los muebles se adaptan a cualquier cambio de posición, pero no dejaba de olvidarlo. No era agradable; más o menos, como si alguien siguiera a cada uno de mis movimientos. Quise volver a mi posición anterior, pero lo hice con demasiada energía. El asiento me interpretó mal y se abrió como una cama. Me caí de espaldas. ¡Qué idiota! ¡Más control! La palabra STRATO osciló y se fundió en otra:
TERMINAL. Ninguna sacudida, ningún aviso ni pitido. Nada. Se oyó un sonido lejano como el de una corneta de postillón, se abrieron cuatro puertas ovaladas al extremo de los pasillos entre los asientos, y en el interior sonó un bramido sordo e inmenso: el bramido del mar. Las voces de los pasajeros que se levantaban de sus asientos se hundieron sin dejar rastro en ese bramido. Yo permanecí sentado, pero ellos salieron, y las hileras de sus siluetas, contra el telón de fondo de las luces exteriores, se iluminaron de color verde, lila, púrpura — un baile de máscaras —. Ya habían salido todos. Mecánicamente, me estiré el pullover. Era una sensación tonta estar así, con las manos vacías. Por la puerta abierta entraba un aire fresco. Me volví. La azafata se encontraba ante el tabique, sin tocarlo con la espalda. En su rostro había la misma sonrisa alegre, ahora dirigida hacia las hileras de asientos vacíos, que ya empezaban a plegarse lentamente, como flores carnosas, unos más de prisa y otros más despacio; era el único movimiento en medio del bramido retardado y penetrante, parecido al del mar, que entraba por las aberturas ovaladas. «¡No me dejaré tocar por ésta!» De repente noté algo maligno en su sonrisa. En la salida dije:
— Hasta la vista.
— Siempre a su servicio.
El significado de estas palabras, que sonaban de modo muy peculiar en boca de una mujer joven y bonita, me pasó desapercibido mientras le daba la espalda y me asomaba a la puerta.