No comprendí absolutamente nada. — ¿Estamos…, estamos todavía en la estación? — Claro… — me respondió, aunque algo vacilante. — Y… ¿dónde se encuentra el Círculo Interior? — Ya lo ha pasado. Tendrá que repetir. — El mejor ráster lo encontrará en Merid — intervino entonces la mujer. Todos los ojos de su vestido parecían contemplarme con desconfiada sorpresa. — ¿Ráster? — repetí, desconcertado. — Sí, allí — dijo, indicando una elevación vacía, visible a través del círculo verde que se acercaba flotando; en los lados de la elevación había rayas plateadas y negras, como el fuselaje cómicamente pintado de una nave ladeada. Le di las gracias y salí del andén, pero por un punto equivocado, ya que la velocidad casi me paralizó las piernas. Me recuperé, recobré el equilibrio y di media vuelta de un modo que ya no sabía en qué dirección debía moverme. Reflexioné sobre lo que podía hacer. Entretanto, el lugar de mi trasbordo se había alejado bastante de la elevación plateada y negra que me indicara la mujer; ya no podía encontrarla. Como la mayoría de los transeúntes que me rodeaban se dirigían hacia un plano inclinado que conducía hacia arriba, yo les imité. Una vez allí, vi en el aire una inscripción luminosa, inmóvil y gigantesca: DUKT CENTR (las otras letras escapaban a la vista, eran demasiado gigantescas). Fui transportado sin ruido a un andén de un kilómetro de longitud, del que en ese mismo momento despegaba una nave con forma de huso, que al elevarse mostró su casco agujereado por las luces. Tal vez este enorme lugar era también un andén, y yo me encontraba en el ráster. A mi alrededor todo estaba desierto, así que ni siquiera podía hacer preguntas. Me hallaba en el camino hacia la dirección contraria. Una parte de mi «andén» consistía en espacios planos sin paredes delanteras. Vi al acercarse una especie de boxes bajos y mal iluminados que contenían hileras de vehículos. Los tomé por coches. Pero cuando los dos que estaban más cerca salieron y, antes de que yo tuviera tiempo de apartarme, pasaron por mi lado, vi mientras desaparecían en la perspectiva de curvas parabólicas, que no tenían ruedas, ventanillas ni puertas y eran aerodinámicos como enormes gotas negras. «Coches o no — pensé —, esto parece ser un aparcamiento.» ¿Quizá el de los rasters? Pensé que lo mejor sería esperar hasta que llegara alguien; entonces podría irme con él o al menos me explicaría algo. Pero mi andén, un poco elevado como el ala de un avión imposible, permanecía desierto. Sólo los vehículos negros se iban deslizando por las guías de metal uno a uno o varios a la vez, alejándose siempre en la misma dirección. Fui hacia el borde del andén, hasta que volvió a entrar en acción la fuerza invisible y elástica que garantizaba la seguridad. El andén pendía realmente del aire, sin ningún apoyo. Cuando levanté la cabeza, vi otros similares, flotando inmóviles en el espacio, con las luces apagadas; en otros, en cambio, se encendían las luces al aterrizar las naves. No eran cohetes, ni siquiera proyectiles como el primero que me trajo de la Luna.
No me movía hasta que contra el fondo de algún vestíbulo — aunque ignoraba si era realidad o un reflejo — vi unas letras de fuego que se balanceaban rítmicamente en el aire:
SOAMO SOAMO SOAMO; una pausa, un resplandor azul y luego NEONAX NEONAX NEONAX. Tal vez nombres de estaciones, tal vez propaganda de productos. No me sugerían absolutamente nada.
«Ya es hora de encontrar a este hombre», pensé, me volví, hallé un 'andén que fluía en la dirección contraria y fui por él hacia abajo. Resultó que no era el mismo plano, ni siquiera el vestíbulo del que me había elevado; lo supe porque carecía de grandes columnas. Quizá se habían trasladado a otra parte; todo me parecía posible.
Me encontraba en una selva de surtidores; más allá había una sala blanca y rosa, llena de mujeres. Al pasar alargué la mano como por casualidad hacia el chorro del surtidor iluminado, quizá porque era agradable ver algo que me resultara un poco conocido. Pero no tuve ninguna sensación, porque de ese surtidor no manaba agua. Al poco rato me pareció oler una fragancia de flores. Me llevé la mano a la nariz. La mano olía a mil jabones de tocador.