Cuando estos nebulosos huracanes de la velocidad se interrumpían por un solo instante, bajo ellos aparecían majestuosas y gigantescas plataformas atestadas de gente, como pistas de aterrizaje voladoras, que se movían en diferentes direcciones, se cruzaban, quedaban suspendidas, y por una ilusión de la perspectiva parecían traspasarse mutuamente. Era difícil fijar la vista en algo estable, porque toda la arquitectura del entorno daba la impresión de consistir exclusivamente en movimiento, en transformaciones. Incluso lo que al principio tomé por un techo flotante consistía en pisos colocados uno sobre otro. De pronto, en todas las curvas del interior del túnel por el que volábamos, en las facciones de la gente, filtrado a través de los techos de cristal y las enigmáticas columnas y reflejado por las superficies plateadas, se introdujo un resplandor púrpura, como si en algún lugar de la lejanía, en el centro de esta inmensa estructura, se hubiera producido una explosión atómica. El verde de las centelleantes luces de neón se hizo difuso, la leche de los soportes en forma de parábola se tiño de rosa. Contemplé esta invasión repentina de un resplandor rojo en el aire como indicio de una catástrofe. Pero nadie hizo el menor caso de este cambio, y ni yo mismo hubiera podido decir cuándo cesó.
En los bordes de nuestro andén aparecieron círculos verdes de veloz rotación, como anillos de neón suspendidos en el aire. Entonces una parte de la gente se dirigió hacia el desvío de otro andén o un plano inclinado; vi que podían cruzarse sin peligro las líneas verdes, como si no fueran materiales.
Durante un rato me dejé llevar con apatía por el blanco andén, hasta que se me ocurrió la idea de que tal vez ya estaba fuera de la estación y este paisaje inverosímil de cristal de diversas formas, que se elevaba constantemente como dispuesto a volar, era la propia ciudad, aunque la otra, la que había abandonado, seguramente sólo existía en mi memoria.
— Perdone — dije, dando una palmada al hombre de traje aterciopelado —, ¿dónde estamos?
Los dos me miraron. Sus rostros, levantados hacia mí, expresaban sorpresa. Abrigué la vaga esperanza de que la única causa fuese mi estatura.
— En el poliducto — contestó el hombre —. ¿Qué contacto tiene usted?