Involuntariamente, me la froté contra el pantalón. Ya estaba ante la sala donde sólo había mujeres. No tenía el aspecto de ser la antesala de un lavabo de señoras, pero tampoco lo sabía seguro y, como no quería preguntar, di media vuelta. Un joven, disfrazado con algo que parecía mercurio líquido sobre los hombros, que terminaba en unas mangas anchas y le ceñía las caderas, hablaba con una muchacha rubia que se apoyaba contra el surtidor. Llevaba un vestido claro muy corriente, lo cual me prestó algo de valor. Sostenía un ramo de flores de color rosa pálido, ocultó en él la cara y sonrió al joven con los ojos. En el último momento, cuando me hallaba junto a ellos y ya había abierto la boca, vi que la muchacha se comía las flores. Esto me hizo enmudecer unos instantes. Ella masticaba tranquilamente las hojas tiernas. Levantó la vista y me miró. Su mirada era impasible. Pero yo ya me había acostumbrado a esto y pregunté dónde se encontraba el Círculo Interior.
El joven pareció desagradablemente sorprendido, incluso enfadado de que alguien osara interrumpir su diálogo. Por lo visto yo había hecho algo inaudito.
Me miraron de arriba abajo, como para cerciorarse de si mi altura se debía a alguna clase de zancos. El no dijo una sola palabra.
— ¡ Oh, allí! — gritó la muchacha —. ¡ El ráster de Wuka, su ráster; aún puede cogerlo, de prisa!
Corrí en la dirección indicada, sin saber hacia dónde; todavía no tenía ni idea del aspecto de ese maldito ráster. Diez pasos más allá observé un embudo plateado que bajaba de las alturas; podía ser el pedestal de una de las gigantescas columnas que antes me habían asombrado tanto; ¿serían columnas voladoras?
La gente se apresuraba hacia allí desde todas direcciones. Y de improviso choqué contra alguien. No me tambaleé, sólo me quedé como petrificado; el otro, un hombre grueso, vestido de luminoso color naranja, se cayó. Entonces ocurrió en él algo increíble: su piel o su traje pareció marchitarse, ¡y se arrugó como un globo agujereado! Permanecí junto a él, desconcertado; tan perplejo que ni siquiera fui capaz de murmurar una disculpa. Se levantó, me miró de soslayo, pero no dijo nada. Dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas.
Mientras caminaba se tocó algo en el pecho; y su traje volvió a hincharse y adquirió un color naranja vivo…
El lugar que me indicara la muchacha estaba vacío. No había ni embudo ni ráster. Tras esta aventura renuncié a la búsqueda del Círculo Interior y de cualquier otro contacto. Decidí buscar la salida de la extraña estación. Así pues, elegí al azar la dirección indicada por una oblicua flecha azul, que señalaba hacia arriba. Sin gran excitación atravesé con el cuerpo dos inscripciones luminosas sucesivas: DISTRITOS LOCALES. Me encontré en una escalera automática bastante repleta de gente. El piso siguiente tenía la tonalidad del bronce oscuro, rayado por signos de exclamación en oro. Sobre el techo fluían pasillos y las paredes eran abatibles. Pasillos sin techumbre, que desde abajo parecían pulgares luminosos. Daba la impresión de que uno se acercaba a espacios habitados; el ambiente tenía una lejana similitud con un sistema de gigantescos vestíbulos de hotel. Ventanas pequeñas, tubos de níquel a lo largo de las paredes, nichos para funcionarios — tal vez eran agencias de cambio, tal vez oficinas de correos —. Seguí caminando.
Ya estaba casi convencido de que así no llegaría nunca a una salida. Contando con la duración aproximada del viaje hacia arriba, tenía que encontrarme todavía en la parte flotante de la estación. En cualquier caso, continué por el mismo camino.
De pronto me quedé solo. Placas de color frambuesa con estrellas centelleantes, hileras de puertas. La siguiente estaba sólo entornada. Miré hacia dentro: un hombre alto y ancho de hombros hacía en ese momento lo mismo que yo, pero en el lado opuesto. Era yo mismo en el espejo. Abrí un poco más la puerta; porcelana, tubos plateados, níquel: los lavabos.
Estuve a punto de reír, pero en el fondo estaba aturdido. Me volví rápidamente: otro pasillo, franjas verticales, blancas como la leche. La barandilla de la escalera automática era blanda y cálida; no conté los pisos que pasaba de largo. Cada vez había más gente subiendo por la escalera. Se detenían junto a cajas esmaltadas que a cada paso emergían de la pared: una presión con el dedo, y en la mano les caía algo que se metían en el bolsillo, tras lo cual continuaban su camino. Ignoro por qué hice exactamente lo mismo que el hombre vestido de lila que iba delante de mí: una tecla con una pequeña concavidad para la yema del dedo, una presión, y me cayó directamente en la mano alargada un tubito de color, medio transparente, que parecía calentado. Lo agité, me lo acerqué a los ojos; ¿una especie de píldora? No. ¿Un tapón de corcho? No tenía ninguna clase de tapón. ¿Para qué servía? ¿Qué hacían con él los demás? Se lo metían en el bolsillo. La inscripción de la máquina automática rezaba: LARGAN.