No obstante (y ése era el instante en que el cerebro de Dave siempre se partía en dos), en lo más profundo de su alma sabía que estaba a punto de cometer el peor de los pecados. Sabía que cruzaría una línea, por muy atrayente que fuera, de la que no habría retorno posible. Sabía que si la cruzaba, nunca jamás sería capaz de sentirse entero, y que ya se podría haber quedado en ese sótano con Henry y George para el resto de su vida. Se lo repetía a sí mismo en situaciones tentadoras: cuando pasaba por delante de paradas de autobuses escolares y de parques, y de piscinas en verano. Intentaba convencerse a sí mismo de que no se convertiría ni en Henry ni en George. Él era mucho mejor que ellos. Tenía un hijo y amaba a su mujer. Sería fuerte. Cada año que pasaba se lo tenía que repetir a sí mismo con más frecuencia.
Sin embargo, no le había servido de nada el sábado por la noche.
Nunca había sentido un deseo tan fuerte como el sábado. Además, había tenido la sensación de que el chico pelirrojo que estaba apoyado en la farola lo sabía. Le había sonreído tras el humo del cigarrillo, y Dave se había sentido atraído hacia la acera. Se sentía bajar descalzo por una pendiente de raso.
Al rato, un coche había aparcado al otro lado de la calle, y después de hablar un poco, el chaval, que había mirado a Dave con una expresión de lástima, se había subido al coche. Dave se había fijado en que el coche, un Cadillac a tonos azules y blancos, había avanzado por la avenida hasta llegar al aparcamiento del Last Drop. Dave entró en su propio coche, y el Cadillac se dirigió hacia la arboleda abandonada que se extendía a lo largo de la valla caída. El conductor apagó las luces, pero dejó el motor en marcha; el chico le había susurrado al oído:
Henry y George, Henry y George, Henry y George…
Esa noche, antes de llegar al Last Drop, Dave había dado media vuelta a pesar de que el chico gritaba. No paraba de gritar: «Yo soy tú, yo soy tú, yo soy tú…».
Dave ansiaba detenerse y llorar. Quería apoyar los brazos en la pared más cercana y sollozar, porque sabía que el chico tenía razón. El chico que había escapado de los lobos y había crecido se había convertido en un lobo. Se había convertido en Dave.
Dave
Debía de haber sucedido recientemente, ya que Dave no recordaba ningún movimiento brusco del cuerpo que hubiera hecho que su alma se desvaneciera para dejar sitio libre a aquella nueva entidad. Sin embargo, había sucedido. Con toda probabilidad, mientras dormía.
No obstante, era incapaz de detenerse. Ese trozo de avenida era demasiado peligroso, y era muy probable que estuviera repleta de yanquis que verían a Dave, borracho como estaba, como una presa fácil. Sin ir más lejos, delante de sus mismas narices había un coche que avanzaba poco a poco, observándole, esperando a que exhalara olor a víctima.
Respiró profundamente y enderezó el paso, concentrándose en dar una apariencia de seguridad y frialdad. Alzó levemente los hombros, puso una mirada de «que te jodan», y se fue por el mismo camino por el que había ido, de vuelta hacia casa, sin sentirse más despejado, ya que el chico no cesaba de gritarle al oído; Dave decidió no hacerle caso. Eso sí que lo podía hacer. Era fuerte. Era Dave
En realidad, el chico sí bajó el tono de voz. Se volvió más familiar a medida que atravesaba las marismas para volver a casa.
«Yo soy tú -le dijo el chico en un tono amistoso-. Yo soy tú.»
Celeste, al salir de casa con Michael medio dormido en el hombro, vio que Dave se había llevado el coche. Lo había aparcado a media manzana de allí, sorprendida de conseguir un sitio donde aparcar a esas horas de la noche de un día laborable, pero en ese momento había un jeep azul en su lugar.
Eso no lo tenía previsto. Había planeado sentar a Michael en el asiento de copiloto, las bolsas en el de atrás y conducir los cuatro kilómetros que la separaban del motel Econo de la autopista.
– ¡Mierda! -exclamó en voz alta, reprimiendo el deseo de gritar.
– ¿Mamá? -musitó Michael.
– Todo va bien, Mike.
Y quizá fuera así, porque levantó los ojos y vio un taxi que doblaba la esquina de la calle Perthshire en dirección a la avenida Buckingham. Celeste alzó la mano con la que sostenía la bolsa de Michael, y el taxi se detuvo ante ella. Celeste pensó que bien podía permitirse el lujo de gastarse los seis dólares que le iba a costar el trayecto hasta el motel. Estaba dispuesta a gastarse cien dólares, si con ello conseguía salir de allí, e irse lo bastante lejos para reflexionar sin tener que estar pendiente del pomo de la puerta y de si regresaba el hombre que ya había decidido que ella era una vampira, merecedora tan sólo de que le clavaran una estaca en el corazón y una decapitación rápida para asegurarse.
– ¿Adónde se dirige? -preguntó el taxista mientras Celeste dejaba as bolsas en el asiento y se sentaba junto a ellas con Michael en el hombro.
«A cualquier parte -le quería decir-. A cualquier parte menos aquí.»