Subió por la calle Crescent y cuando llegó a la avenida Buckingham~ giró a la izquierda, preguntándose qué demonios le habría pasado por la cabeza para intentar explicar cosas a Celeste. ¡Santo cielo, incluso había pronunciado aquellos nombres: Henry y George! ¡Incluso había hablado de hombres lobo! ¡Mierda!
Además, se lo había confirmado: la policía sospechaba de él. No había duda de que le vigilarían. Se había acabado lo de considerar a Sean como un viejo amigo al que hacía mucho tiempo que no veía. Eso se había acabado y Dave empezó a recordar lo que le desagradaba de Sean cuando eran niños: el aire de superioridad, aquella certeza de que siempre tenía razón, como todos los demás niños que eran lo bastante afortunados (y sólo se trataba de eso, de suerte) para tener padre y madre, una casa bonita, ropa nueva y material deportivo.
¡Que se fuera a la mierda! Sean, sus ojos, su voz, y el hecho de que a las mujeres se les cayeran las bragas al suelo cada vez que Sean entraba en una habitación. A la mierda con él y con su atractivo. A la mierda con esa pose de superioridad moral, con sus historias divertidas, con su pavoneo de poli y con el hecho de que su nombre apareciera en el periódico.
Él tampoco tenía nada de estúpido. Cuando se hubiera relajado, sería capaz de estar a la altura de las circunstancias. Sólo necesitaba aclararse las ideas, aunque ello implicara quitarse y volverse a poner la cabeza; si ése fuera el caso, ya encontraría él una manera de hacerlo.
El problema más grave que tenía en ese momento era que el chico que había escapado de los lobos y que había crecido estaba haciendo acto de presencia muy a menudo. Dave había albergado la esperanza de tranquilizarle con lo que había hecho el sábado por la noche. Pensaba que habría calmado a aquel desgraciado, que lo habría devuelto a las profundidades de la mente de Dave. Esa noche, el chico había querido sangre, había deseado causar dolor; por lo tanto, Dave se había visto obligado a hacerlo.
Al principio, no había sido nada importante, unos puñetazos y una
Pero cuando todo había acabado, el chico se retiró. Se marchó y dejó que Dave se encargara de arreglarlo todo. Dave lo había hecho. Además, había realizado un trabajo estupendo (quizá no tan bien como habría esperado, pero decididamente muy bueno). Lo había llevado a cabo para que el chico se mantuviera alejado una buena temporada.
No obstante, el chico era un gilipollas. Allí estaba el chico otra vez llamando a su puerta, diciendo a Dave que iba a salir, al margen de que éste estuviera preparado o no. «Tenemos trabajo, Dave.»
La avenida le parecía un poco borrosa, y se movía de un lado a otro mientras andaba, pero Dave sabía que no faltaba mucho para llegar al Last Drop. Se estaban acercando a esas calles de mierda llenas de tipos raros y prostitutas, en las que la gente estaba encantada de vender lo que a Dave le habían arrancado.
«Me lo arrancaron a mí -dijo el chico-. Tú ya has crecido. No intentes llevar mi cruz.»
Los niños eran los peores. Parecían duendes. Salían disparados de las puertas o de los chasis de coches abandonados y se ofrecían a chupártela. Por sólo veinte pavos podías follar con ellos. Estaban dispuestos a todo.
El más joven, el que Dave había visto el sábado por la noche, no debía de tener más de once años. Tenía cercos de mugre alrededor de los ojos y una piel muy pálida, y una enmarañada mata pelirroja que no hacía más que subrayar su apariencia de duende. Debería haber estado en casa viendo comedias, pero en vez de eso estaba en la calle, ofreciendo mamadas a tipos raros.
Dave le había visto desde el otro lado de la calle mientras salía del Last Drop y se acercaba al coche. El chaval estaba apoyado en una farola, fumándose un cigarrillo, y cuando sus miradas se encontraron, Dave lo sintió: la emoción, el deseo de fundirse con él, de coger al chico pelirrojo de la mano y de llevárselo a un sitio tranquilo. Dar rienda suelta a sus deseos sería muy fácil, relajante y agradable. Rendirse a lo que había sentido, como mínimo, en los últimos diez años.
«Sí -le había dicho el chico-. Hazlo.»