Val, pasándose la taza vacía de café de una mano a otra, replicó:
– Es una posibilidad, pero ¿qué podía hacerle regresar al Last Drop?
– No lo sé. -Se encaminaron hacia el contenedor de basuras y tiraron dentro las tazas-. ¿Has averiguado alguna cosa del hijo de Ray Harris?
– He ido preguntando por ahí, y no hay ninguna duda de que es un bonachón. Nunca ha tenido problemas con nadie. Si no fuera tan atractivo, dudo mucho que nadie recordara haberle conocido. Tanto Eve como Diane nos aseguraron que la amaba, Jim. Que la amaba de verdad y para siempre. Si quieres, puedo ir a verle.
– Dejémosle estar por ahora -repuso Jimmy-. Ya le vigilaremos cuando llegue el momento. Deberíamos intentar averiguar el paradero de Vincent.
– Sí, de acuerdo.
Jimmy abrió la puerta y se dio cuenta de que Val, que le observaba por encima del techo, no se lo había contado todo.
– ¿Qué?
Val parpadeó a causa del sol, sonrió y espetó:
– ¿Cómo dices?
– Sé que quieres decirme algo. ¿De qué se trata?
Val apartó la barbilla del sol, extendió los brazos sobre el techo, y contestó:
– Esta mañana he oído algo. Justo antes de que nos fuéramos.
– ¿De verdad?
– Sí -respondió Val, volviendo la vista hacia el Dunkin Donuts por un instante-. He oído decir que esos dos policías volvían a estar en casa de Dave Boyle. Sabes a quién me refiero, ¿verdad? A Sean de la colina y a su compañero, el gordo ése.
– Sí, ya sé de quién me hablas. Dave se encontraba allí esa noche -comentó Jimmy-. Tal vez se les hubiera olvidado preguntarle algo y tuvieran que volver.
Val se volvió hacia Jimmy y, mirándole fijamente a los ojos, dijo:
– Se lo llevaron, Jim. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Le pusieron en el asiento trasero.
El jefe de policía Burden se presentó en el Departamento de Homicidios a la hora de comer, y llamó a Whitey mientras empujaba la pequeña puerta que había junto al mostrador de recepción.
– ¿Son la gente que me está buscando?
– Sí, haga el favor de pasar -respondió Whitey.
Al jefe Burden le faltaba un año para cumplir los treinta años de servicio, y lo parecía. Tenía esos ojos húmedos y lechosos tan característicos de la gente que ha visto más del mundo y de sí mismo de lo que deseaba, y movía su cuerpo alto y fofo como si prefiriera ir hacia atrás y no hacia delante, como si sus articulaciones estuvieran en guerra con el cerebro, y el cerebro sólo quisiera salir de todo aquello. Hacía siete años que se encargaba de la Oficina de Objetos Perdidos, pero antes había sido uno de los agentes más importantes del Departamento Estatal de Policía. Se había preparado para el puesto de coronel, y había conseguido ascender de la Unidad de Narcóticos a la de Homicidios, y de ésta a la de Delitos Mayores sin un solo percance hasta que un día, según cuentan, se despertó asustado. Era una enfermedad que por lo general padecían los policías que trabajaban de paisano, y a veces los agentes de tráfico, que de repente no podían parar a un solo coche más, tan convencidos como estaban que el conductor llevaba una pistola en la mano y no tenía nada que perder. Pero, de un modo u otro, el oficial Burden también se contagió, y empezó a ser el último en salir por la puerta y en responder a las llamadas, y se quedó paralizado en el escalafón mientras los demás seguían subiendo.
Tomó asiento junto al escritorio de Sean, desprendiendo un aire a fruta podrida, y hojeó el calendario del
– ¿Devine, verdad? -preguntó, sin alzar los ojos.
– Así es -contestó Sean-. Encantado de conocerle. En la academia estudiamos sus métodos de trabajo, señor.
El oficial se encogió de hombros como si el recuerdo de su antiguo yo le violentara. Mientras hojeaba el calendario de nuevo, les preguntó:
– ¿De qué se trata? Tengo que volver dentro de media hora.
Whitey deslizó la silla hasta situarse al lado de Burden, y le dijo:
– A principios de los ochenta, estuvo en un destacamento especial con los del FBI, ¿verdad?
Burden asintió con la cabeza.
– Pues arrestó a un delincuente de poca monta llamado Raymond Harris, que había robado un camión lleno de juegos de Trivial Pursuit de un área de descanso de Cranston, en Rhode Island.
Burden, que sonrió al leer una de las citas del yogui Berra [12]
en el calendario, contestó:– Sí, el camionero se paró para ir a mear, y no se dio cuenta de que lo vigilaban. Harris se subió al camión y se marchó, pero el camionero nos pidió ayuda, lo comunicamos al resto de los agentes, y al final lo detuvimos en Needham.
– Pero no le encarcelaron -apuntó Sean.
Burden le miró por primera vez; y Sean, que vio miedo y odio hacia sí mismo en aquellos ojos apagados, deseó no pillar nunca esa enfermedad.
– Sí que le arrestamos -replicó Burden-, pero conseguimos que nos dijera el nombre del tipo que le había contratado, un tal Stillson. Sí, Meyer Stillson.