– ¿De verdad?
– Sí. Podríamos ir a tomar algo y a jugar una partida de billar. ¿Qué te parece, Dave?
– ¡Genial!
De hecho, Dave estaba un poco sorprendido. Se llevaba bien con Jimmy, y con Kevin, el hermano de Val, a veces incluso con Chuck, pero no recordaba ni un solo día en que Val no hubiera mostrado la más grande de las apatías en su presencia. Se imaginó que debía de ser por Katie. Su muerte había hecho que se sintieran más próximos. Se sentían más unidos por su pérdida, y estrechaban lazos al compartir la tragedia.
– ¡Entra! -dijo Val-. Iremos a un lugar que conozco al otro lado de la ciudad. Está muy bien y es de un amigo mío.
– ¡Al otro lado de la ciudad! -exclamó Dave, observando la calle vacía que acababa de recorrer-. Bien, pero luego tengo que regresar a casa.
– ¡Claro, claro! -contestó Val-. Te llevaré a casa cuando quieras. ¡Venga! ¡Entra! Nos correremos una juerga nocturna de hombres a plena luz del día.
Dave sonrió y no dejó de hacerlo mientras daba la vuelta al coche de Val para llegar hasta la puerta del copiloto. Una juerga de hombres a pleno día. Precisamente lo que necesitaba. Val y él de copas como viejos amigos. Ésa era una de las cosas que más le gustaban de su barrio, y que temía que pudiera perderse: el modo en que los viejos sentimientos y el pasado se olvidaban con el tiempo, a medida que uno envejecía, cuando te dabas cuenta de que todo estaba cambiando y que lo único que seguía igual era la gente con la que uno había crecido y el lugar del que uno provenía. El barrio. «Ojalá viva para siempre -pensó Dave mientras abría la puerta-, aunque sólo sea en nuestra imaginación.»
25. EL TIPO DEL MALETERO
Whitey y Sean comieron tarde en Pat's Diner, en una salida de la autopista. El restaurante existía desde la Segunda Guerra Mundial, y hacía tanto tiempo que era el lugar favorito del cuerpo de policía que a Pat
Whitey se tragó un trozo de hamburguesa con queso y la hizo bajar con un trago de gaseosa.
– No se te habrá pasado por la cabeza que lo hizo Brendan, ¿verdad?
Sean comió un trocito de su bocadillo de atún, y contestó:
– Sé que me estaba mintiendo. Creo que sabe alguna cosa sobre esa pistola. Y considero que existe la posibilidad de que su padre siga con vida.
Whitey bañó un trozo de cebolla en salsa tártara, y preguntó:
– ¿Lo dices por los quinientos dólares al mes que alguien les manda desde Nueva York?
– Sí. ¿Sabes a cuánto asciende esa cantidad a lo largo de todos esos años? A casi ochenta mil dólares. ¿Quién mandaría ese dinero si no fuera el padre?
Whitey se limpió los labios con una servilleta y luego siguió comiendo su hamburguesa con queso. Sean se preguntaba cómo había conseguido evitar un ataque al corazón, comiendo y bebiendo como lo hacía, y trabajando setenta y cuatro horas a la semana cuando un caso le interesaba de veras.
– Supongamos que está vivo -sugirió Whitey.
– De acuerdo.
– ¿De qué va todo esto, pues, de una conspiración genial para vengarse de Jimmy Marcus matando a su hija? ¿A qué jugamos? ¿A ser los protagonistas de la película?
Sean soltó una risita y contestó:
– ¿Quién crees que interpretaría tu papel?
Whitey fue sorbiendo la gaseosa con una paja hasta que sólo quedó hielo.
– Pienso mucho en eso, ¿sabes? Podría suceder, si no resolvemos este caso, Superpoli. Si vamos contando por ahí la historia del Fantasma de Nueva York, sabes perfectamente que seríamos el hazmerreír de todo el mundo. Y Brian Dennehy tendría muchas posibilidades de interpretar mi papel.
Sean lo consideró y añadió:
– No me parece tan descabellado -dijo, a la vez que se preguntaba cómo era posible que no se hubiera dado cuenta antes-. No eres tan alto como él, sargento, pero tienes su barriga.
Whitey hizo un gesto de asentimiento, apartó el plato y dijo:
– Estaba pensando que cualquiera de esos mentecatos que salen en la serie
– Estás celoso.
– Sí, pero tengo razón -apuntó Whitey-. El enfoque que le estamos dando al asunto de Ray Harris no nos lleva a ninguna parte. Tiene un cociente de probabilidad de… seis.
– ¿De seis sobre diez?