– Una cinta de Snoop Dogg.
– Creía que estaba muerto.
– No, el que está muerto es Tupac.
– ¡Es difícil estar al día!
Sean colocó la cinta en la grabadora que había en un extremo de la mesa y la puso en marcha.
– Aquí el Servicio de Urgencias de la Policía. ¿Cuál es el motivo de su llamada?
Whitey se pasó una goma por los dedos y la lanzó al ventilador del techo.
– Hay un coche con sangre… La puerta está abierta…
– ¿Dónde se encuentra el coche?
– En las marismas, junto al Pen Park. Mi amigo y yo lo encontramos.
– ¿Me puede dar la dirección?
Whitey se tapó un bostezo con la mano y cogió otra goma. Sean se puso en pie y se estiró, preguntándose qué tendría en la nevera para cenar.
– En la calle Sydney. Hay sangre y la puerta está abierta.
– ¿Cómo te llamas, hijo?
– Quiere saber cómo se llama ella, y me ha llamado «hijo».
– ¿Hijo? Te he preguntado cómo te llamas tú..
– ¡Vayámonos de aquí! ¡Buena suerte!
La conexión se interrumpió y la operadora pasó la llamada a la central. Sean apagó la grabadora.
– Siempre había pensado que Tupac tenía un departamento con más ritmo -apuntó Whitey.
– Era Snoop. Ya te lo he dicho.
Whitey bostezó de nuevo, y repitió: -¡Vete a casa! ¿De acuerdo?
Sean hizo un gesto de asentimiento y sacó la cinta de la grabadora.
La guardó y la lanzó a la caja por encima de la cabeza de Whitey. Sacó su pistola Glock y la funda del cajón superior y se la colgó del cinturón.
– ¡Ella! -exclamó.
– ¿Qué? -preguntó Whitey volviéndose hacia él.
– El niño de la cinta dijo «cómo se llama ella». Dijo que quería saber su nombre; hablaba de Katie Marcus.
– ¡Claro! -repuso Whitey-. Si uno habla de una chica muerta, se refiere a ella en femenino. -Pero ¿cómo lo sabía?
– ¿Quién?
– El niño que hizo la llamada. ¿Cómo sabía que la sangre del coche era de una mujer?
Whitey bajó los pies de la mesa y se quedó mirando la caja. Metió la mano y sacó la cinta. La lanzó al vuelo y Sean la cogió con las manos.
– ¡Vuelve a ponerla! -le sugirió Whitey.
26. PERDIDOS EN EL ESPACIO
Dave y Val atravesaron la ciudad, cruzaron el río Mystic, y llegaron a un bar muy cutre de Chelsea donde la cerveza era barata y fría, y no había mucha gente; tan sólo algunos viejos con aspecto de haberse pasado la vida entera trabajando en el puerto, y cuatro trabajadores de la construcción que tenían una polémica sobre una mujer llamada Betty, al parecer con las tetas muy grandes pero de mal comportamiento. El bar quedaba encajonado justo debajo del puente Tobin, de espaldas al río, y daba la impresión de que hacía varias décadas que estaba allí. Todo el mundo conocía a Val y le saludaba. El propietario, un tipo esquelético de pelo muy negro y una piel muy pálida, se llamaba Huey. Trabajaba en el bar y les invitó a las dos primeras rondas.
Dave y Val jugaron al billar durante un rato, y después se sentaron con una jarra y dos chupitos. Las pequeñas ventanas cuadradas que daban a la calle habían pasado de un tono dorado al añil, y había anochecido con tanta rapidez que Dave casi se sintió intimidado por la oscuridad. De hecho, Val era un tipo bastante simpático cuando uno le conocía. Contaba historias sobre la cárcel y sobre robos que habían salido mal, y aunque todo lo que contaba Val era un poco escalofriante, lo hacía de un modo que parecía gracioso. Dave se preguntó qué debía de sentir un hombre como Val, intrépido y seguro de sí mismo, pero tan condenadamente pequeño.
– Bueno, sigo con la historia, ¿de acuerdo? Una vez que encarcelaron a Jimmy, todos los demás nos esforzamos por mantener la banda unida. Todavía no nos habíamos dado cuenta de que el único motivo de que fuéramos ladrones era porque Jimmy lo planeaba todo por nosotros. Lo único que teníamos que hacer era escucharle y seguir sus instrucciones, y todo salía bien. Pero sin él, éramos unos imbéciles. Bueno, pues una vez atracamos a un coleccionista de sellos. Lo dejamos atado en su oficina, mi hermano Nick y yo, y el chico ése llamado Carson Leverett, que no sabía ni atarse los cordones de los zapatos él solo, nos montamos en el ascensor. Todo iba bien. Llevábamos traje y teníamos la sensación de que encajábamos. Una mujer entró en el ascensor y empezó a gritar. No teníamos ni idea de lo que estaba sucediendo. Teníamos una apariencia de lo más respetable, ¿de acuerdo? Me volví hacia Nick y vi que éste estaba mirando a Carson Leverett porque el desgraciado no se había quitado la careta. -Val empezó a dar golpes sobre la mesa, sin parar de reírse-. ¿No te parece increíble? Llevaba puesta una careta de Ronald Reagan, una de esas máscaras cretas que vendían. ¡Y no se la había quitado!
– ¿Y no os habíais dado cuenta?