En ese momento Brendan Harris amaba a todo el mundo porque él quería a Katie y ésta le quería a él. A Brendan le encantaba el tráfico, la niebla tóxica y el sonido de las taladradoras. Amaba a su viejo inútil, que no le había mandado ni una sola postal de felicitación por su cumpleaños ni por Navidad desde que abandonara a Brendan y a su madre cuando éste tenía seis años. Le gustaban los lunes por la mañana, las comedias que no harían reír ni a un retrasado mental y hacer cola en el Registro de Vehículos. Incluso adoraba su trabajo, aunque nunca pensara volver.
Brendan iba a dejar su casa a la mañana siguiente, iba a abandonar a su madre, iba a salir por aquella ajada puerta y a bajar por las escaleras resquebrajadas, subiría por la amplia avenida llena de coches aparcados en doble fila por doquier y en la que todo el mundo se sentaba en la entrada de las casas; tenía intención de salir de allí como si formara parte de una maldita canción de Springsteen, pero no el Springsteen de
Contempló su dormitorio. Ya había hecho las maletas. Había guardado los cheques de viaje de American Express, los zapatos, las fotografías de Katie y de él, el reproductor de CD portátil, los CD y el neceser.
Observó lo que dejaba atrás. El póster de Bird y Parrish. El de Fisk saludando a la gente del festival que habían organizado en el 75. El póster de Sharon Stone, enfundada en un vestido blanco de tubo (aunque enrollado debajo de la cama desde la primera noche en que él y Katie se habían acostado allí), la mitad de sus discos compactos. ¡Maldita sea! La mayoría sólo los había podido escuchar dos veces. ¡MC Hammer, por el amor de Dios! ¡Billy Ray Cyrus, santo cielo! Un par de altavoces Sony muy buenos que había usado para complementar un ordenador Jensen, que sumaban doscientos vatios, y que había comprado el verano anterior con el dinero que había ganado montando techos para Bobby O'Donnell.
Aquello había sido lo que le permitió acercarse a Katie lo suficiente para iniciar una conversación. ¡Dios! ¡Solo hacía un año! A veces le parecía que habían pasado diez años, en el buen sentido, mientras que otras tan solo un minuto. Katie Marcus. Por supuesto, ya la había visto con anterioridad, al igual que toda la gente del barrio. ¡Era tan atractiva! Sin embargo, muy poca gente la conocía en realidad. La belleza podía causar esos efectos: que la gente se asustara y que te mantuviera a distancia. No era como en las películas, en que la cámara hace que la belleza parezca algo que te invita a participar. En el mundo real, la belleza era como una valla que te dejaba fuera y que te hacía retroceder.
Pero Katie, curiosamente, desde el primer día que pasó con Bobby O'Donnell por la obra y éste se fue apresuradamente con algunos de sus chicos a la ciudad por asuntos urgentes, dejándola atrás como si se hubiera olvidado de su existencia, desde aquel primer día, ella se había convertido en una persona sencilla y muy normal; hablaba con Brendan con mucha naturalidad mientras éste colocaba láminas de metal en el tejado. Sabía incluso cómo se llamaba y le había dicho: «¿Cómo puede ser que un tipo tan majo como tú, Brendan, trabaje para Bobby O'Donnell?».
Al día siguiente, tan pronto como le llamara, se irían; se marcharían juntos y para siempre.
Brendan, tumbado en la cama, se imaginaba que el rostro de Katie flotaba por encima de él. Sabía que no podría dormir, estaba demasiado emocionado. Sin embargo, no le importaba. Siguió allí echado, mientras Katie flotaba y sonreía, con los ojos resplandecientes en la oscuridad de detrás de sus ojos.