Desde lejos, Annabeth tenía un rostro tranquilo y poco expresivo, pero cuando uno la miraba de cerca, veía muchas cosas que no llegaba a comprender, y tenía la sensación de que la mente le iba a toda velocidad y que no la dejaba descansar.
– Lo que quiero decir es que… El baile lo lleva uno en la sangre, ¿no es verdad?
– No lo sé. Supongo que sí.
– Sin embargo, ahora que te han dicho que ya no puedes seguir haciéndolo, lo has dejado, ¿no es así? Es posible que duela, pero te has enfrentado con el problema.
– Bien…
– De acuerdo -dijo, y sacó un cigarrillo del paquete que estaba entre ellos encima del banco de piedra-. Sí, era muy bueno en lo que hacía, Pero tuve problemas, mi mujer se murió y eso jodió la vida de mi hija -se encendió el cigarrillo y espiró profundamente mientras intentaba explicárselo del mismo modo que se lo había dicho a sí mismo un centenar de veces-: No pienso volver a joder la vida de mi hija, ¿entiendes Annabeth? No soportaría que yo tuviera que pasar dos años más en la cárcel. Mi madre no está bien de salud. Si ella muriera mientras yo estuviera encerrado, se llevarían a mi hija, estaría bajo tutela del estado y acabarían llevándola a algún centro tipo Deer Island para niños. No podría soportarlo, así de simple. Esté o no en la sangre, o cualquiera que sea el motivo, joder, te aseguro que no tengo ninguna intención de meterme en líos.
Jimmy le sostuvo la mirada mientras ella le examinaba el rostro. Sabía que buscaba algún defecto en su explicación, algún tufillo o mentira, y él esperaba haber conseguido que el discurso fuera coherente. Se lo había estado pensando durante suficiente tiempo, preparándose para un momento como aquel. Y en realidad casi todo lo que había dicho era verdad. Lo único que había omitido era una cosa que se había prometido a sí mismo que nunca contaría a nadie, no importara quien fuera. Así pues, la miró a los ojos, esperó a que ella tomara una decisión, intentando apartar las imágenes de aquella noche junto al río Mystic (un tipo de rodillas, con la saliva goteándole barbilla abajo, el sonido chirriante de sus súplicas), imágenes que seguían intentando taladrarle la cabeza como si fueran brocas.
Annabeth cogió un cigarrillo. Él se lo encendió y ella confesó:
– Estuve loca por ti, ¿lo
Jimmy mantuvo la cabeza erguida, la mirada tranquila, a pesar de que la sensación de alivio que le recorrió el cuerpo era propia de un avión a reacción. Sólo
– ¡No puede ser! ¿Por mí?
Asintió con la cabeza y añadió:
– ¿Te acuerdas de cuando pasabas por casa a ver a Val? ¡Dios mío! ¿Cuántos años debería de tener…? ¿catorce, quince? ¡Jimmy, ni te lo creerías! Sólo
– ¡Joder! -le tocó el brazo-. Pero ahora no estás temblando.
– Sí que lo estoy, Jimmy. Sin ninguna duda.
Y Jimmy sintió cómo el episodio del Mystic se alejaba de nuevo, se desvanecía entre las sucias profundidades del canal, desaparecía y se instalaba en la distancia, allí donde debía estar.
Cuando Sean regresó al sendero del parque, la experta de la Policía Científica estaba allí. Whitey Powers ordenó por radio a todas las unidades que se encontraban por allí que hicieran una barrida policial y que detuvieran a todos los vagabundos del parque; después se agachó junto a Sean y la experta.
– El rastro de sangre va hacia allí -declaró la experta, señalando hacia el interior del parque.
El sendero pasaba por encima de un pequeño puente de madera y luego se desviaba y bajaba hacia una zona muy arbolada del parque, que rodeaba el antiguo autocine que había en uno de los extremos del lugar.
Se oyó un pitido procedente de la radio de Withey; éste se la llevó a los labios y respondió:
– Powers.
– Sargento, necesitamos su presencia en el jardín.
– Voy hacia allí.
Sean observó cómo Whitey andaba a toda velocidad por el sendero y luego se dirigía hacia el jardín vallado que había junto a la siguiente curva. El dobladillo de la camiseta de hockey de su hijo le ondeaba en la cintura.