Mientras Jimmy dejaba a Nadine en el suelo, sintió que una certeza desagradable y repentina le recorría el cuerpo; tuvo la sensación de que las cosas volvían lamentablemente a la normalidad. Contempló cómo los dos coches patrulla pasaban como un rayo por debajo del paso elevado y giraban con brusquedad hacia la derecha para tomar la carretera de entrada del Pen Park. En ese momento, sintió a Katie en su sangre, junto con los motores ensordecedores y los neumáticos batientes, entre los vasos capilares y las células.
– Katie -estuvo a punto de decir en voz alta-. ¡Santo cielo! ¡Katie!
8. VIEJO MACDONALD
El domingo por la mañana, Celeste se despertó pensando en cañerías: en toda esa red de tubos que atravesaba casas y restaurantes, multicines y centros comerciales, y que bajaba formando grandes tramos esqueléticos desde lo alto de edificios de oficinas de cuarenta plantas, de un piso gigantesco a otro, y que se precipitaban hacia una red incluso mayor de alcantarillas y acueductos que serpenteaban bajo pueblos y ciudades, conectando a la gente de una forma más viable que las propias palabras, con el único objetivo de deshacerse de todo aquello que habíamos consumido y que nuestros cuerpos, nuestras vidas, nuestros platos y nuestras bandejas de comida crujiente habían desechado.
¿Adónde iba todo aquello?
Se imaginaba que ya se habría planteado esa pregunta con anterioridad, de forma imprecisa, de la misma manera que uno se pregunta como puede ser que un avión se mantenga en el aire sin batir las alas, pero en ese momento deseaba saberlo de verdad. Se sentó en la cama vacía, ansiosa y curiosa, y oyó el ruido que hacían Dave y Michael mientras jugaban a
Tenía que ir a alguna parte. Todos esos chorros de agua, todo ese jabón de manos, champú, detergente, papel higiénico y los vómitos de los bares, todas las manchas de café, las manchas de sangre, las manchas de sudor, la suciedad de las vueltas del pantalón y la mugre del Iado interno de los cuellos de camisa, las verduras frías que uno quitaba del plato con el tenedor y tiraba en el cubo de la basura, los cigarrillos, la orina, las duras cerdas de pelo procedentes de piernas, mejillas, ingles y barbillas…, todo aquello se juntaba cada noche con cientos de miles de entidades similares o idénticas y, según suponía, fluían a través de húmedos pasadizos repletos de bichos, para ir a desembocar en unas grandes catacumbas, donde se mezclaba con chorros de agua que se dirigían a toda velocidad a… ¿ dónde?
Ya no lo vertían en el mar. ¿O sí? No estaba permitido. Le parecía recordar algo sobre el tratamiento de gérmenes infecciosos y de la depuración de aguas residuales, pero no tenía muy claro si lo había visto en una película, y ya se sabe que a menudo las películas estaban plagadas de gilipolleces. Así pues, si no lo vertían al mar, ¿adónde iba? y si lo hacían, ¿por qué? Seguro que había un sistema mejor, ¿no? Sin embargo, se le volvió a aparecer la imagen de todas aquellas tuberías, de todos los residuos, y no le quedó más remedio que seguir preguntándoselo.
Oyó el sonido hueco y de plástico que hacía el bate de