Читаем Zulú полностью

La chica apretó el gatillo, dos veces, mientras Epkeen se lanzaba sobre el tipo. Pam siguió disparando, en vano, y comprendió que la pistola no estaba cargada. El tipo de los tatuajes desenfundó la suya, pero la tira de cuero, al abatirse sobre su mejilla, le arrancó un trozo de carne del tamaño de un filete. El hombre ahogó un grito y, tambaleándose bajo una cortina de lágrimas, no vio venir el segundo golpe: la pistola que sujetaba bajo su camisa le salió despedida de la mano.

Pam había vaciado el cargador entre los omóplatos de Epkeen, que se volvió deprisa. El knut partió la muñeca de la chica, que soltó la pistola con un gemido. A su espalda, el de los tatuajes quiso recogerla del suelo: el cuero de hipopótamo le abrió las falanges hasta el hueso. El corazón de Epkeen latía a mil por hora: no se las estaban viendo con pequeños camellos de playa, sino con tsotsis que mataban policías. Una ráfaga de viento le hizo parpadear. Abandonando su arma, el tipo de los tatuajes echó a correr hacia la choza, sujetándose la mejilla con la mano. La chica todavía no pensaba en huir: se miraba la muñeca rota como si se le fuera a caer. Epkeen la golpeó en la barbilla. Cuando levantó la cabeza, vio al tatuado subir corriendo la pendiente de la duna.

Entonces oyó un grito a lo lejos, por encima del estruendo de las olas. El grito desgarrador de un hombre, desde el otro lado de las dunas…

Dan.


***


– Venga -susurró Gatsha al oído herido de Neuman-. Dame el gustazo de abrir tu bocaza de negro. Venga, para que te vuele los cojones…

Le apretaba el cañón con tanta fuerza que Neuman sintió ganas de vomitar. Un gesto y estaba muerto. El tipo no esperaba otra cosa. Fletcher lloraba mirando su mano cortada, estupefacto, como si no quisiera creer lo que le había ocurrido. La sangre regaba las patas de la barbacoa, el viento rugía, formando torbellinos, y él sollozaba como un niño aterrorizado al que nadie acudiría a salvar. Estaba solo con su muñón y su mano en la arena, separada del cuerpo. Estaba viviendo una pesadilla.

Neuman cerró los ojos cuando el tsotsi le cortó la otra mano.

Fletcher soltó un grito espantoso antes de desmayarse.

– ¡Pollo a la brasa! -eructó Puro-nervio, blandiendo el machete.

Joey sonreía, en éxtasis. El tsotsi recogió las manos cortadas y las tiró a la barbacoa. Neuman volvió a abrir los ojos, pero era peor: el chorro de sangre que manaba de los muñones, su amigo en el suelo, desmayado, las brasas atizadas por el viento, el olor a carne, el crepitar de las manos sobre la rejilla incandescente, la hoja del cuchillo que lo clavaba a la caseta como a una lechuza, la pistola en sus tripas y los ojos idos de Gatsha, que se reía, como un loco.

– Jajá! ¡Pollo a la brasa!

Las ráfagas de viento volaban, furiosas, sobre las brasas; Puro-nervio plantó la rodilla en la espalda de Fletcher, que ya no reaccionaba. Le levantó la cabeza tirándolo del pelo y, de un golpe de machete, lo degolló.

El corazón de Neuman latía tan fuerte que se le iba a salir del pecho. El fantasma de su hermano pasó rozándole la espalda, empapada en sudor. Iban a cortar a Dan en pedazos, lo iban a asar en la playa, y después se ocuparían de él. Apretó los dientes para ahuyentar el miedo que hacía temblar sus piernas. Un líquido tibio seguía corriendo sobre su camisa, y Fletcher agonizaba ante sus ojos aterrorizados.

El tsotsi del machete se volvió hacia el más joven: -¡Joey! Ve a ver qué hacen los otros mientras nosotros nos ocupamos del negro…

Puro-nervio pensaba en muertes espectaculares cuando la cabeza de Gatsha explotó: la fuerza del impacto fue tal que el muchacho no tuvo tiempo de apretar el gatillo. Los otros dos se volvieron al instante hacia la choza, de donde provenía el disparo: una silueta alta y delgada bajaba la duna a todo correr, un blanco, con una pistola en la mano. Blandieron sus armas y apuntaron hacia él.

Trozos de carne y de huesos habían chocado contra su cara, pero Neuman reaccionó en un segundo: arrancó el cuchillo que lo mantenía clavado a la caseta y se precipitó hacia ellos. Puro-nervio sintió el peligro. Dirigió su arma hacia el hombre del cuchillo, pero era demasiado tarde: cien kilos de odio se hundieron en su abdomen. El tsotsi retrocedió un metro antes de caer de rodillas en el suelo.

Epkeen recibió un primer disparo, que levantó un poco de arena a sus pies, el segundo se perdió en el aire: detuvo su carrera al pie de la duna y apuntó. A contraluz, el tipo no tenía la más mínima oportunidad: lo abatió de una bala en el plexo.

Junto a la barbacoa, el jefe de la banda se miraba la tripa, incrédulo, con el cuchillo clavado hasta el mango. Neuman no se tomó el tiempo de sacarlo: cogió las manos que crepitaban en el fuego y las tiró sobre la arena.

Epkeen miraba el mundo como a un enemigo, en busca de otro blanco. Entonces vio el cuerpo mutilado de Fletcher al pie de la duna. Neuman se había precipitado junto a él. Se quitó la chaqueta y le tomó el pulso. Dan respiraba todavía.

Epkeen acudió por fin, pálido como un muerto.

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