Читаем Zulú полностью

Cuando cumplió dieciocho años, François volvió un día de su internado y les anunció que se marchaba definitivamente de la casa familiar. Su padre amenazó con renegar de él; su madre, con suicidarse; y su hermano mayor, con «partirle la cara». François se marchó a escondidas y se reunió con sus amigos beatniks (como los llamaba su padre), una pandilla de adictos al humanismo, a los derechos humanos y a la marihuana que habían terminado de adoctrinarlo con sus utopías igualitarias. Igualitarias mis cojones, fulminaba el coronel: ¡como si los negros fueran capaces de tener igualdad! ¡No había más que ver a África, África con sus ojos rodeados de moscas: reyezuelos con quepis que se apropiaban de las riquezas del país para su clan, emperadores de chicha y nabo, jefes guerreros codiciosos y sanguinarios, ministros de tres al cuarto, poblaciones enteras hambrientas y analfabetas a las que se desplazaba de aquí para allá como si se tratara de ganado! Los negros, cuando tenían el poder, se mostraban inmaduros, violentos, mentirosos, incompetentes e incultos: no tenían nada que enseñarles a los blancos, y menos aún el espíritu de libertad y de igualdad. No se compartían dos siglos de duro trabajo con adeptos al machete. Bastaba ver su hermoso símbolo, Mandela, y a su esposa Winnie, que asistía a las sesiones de tortura perpetradas contra los oponentes al ANC; los miles de crímenes cometidos en nombre de la «liberación» -Azapo, ANC, Inkatha, UDF, ¡se mataban todos entre sí por el poder!-. Los blancos supuestamente liberales que militaban por la causa negra eran izquierdistas inconsecuentes, y François desde luego era un loco por desafiar así a su padre. ¡Que no vuelva a poner los pies en esta casa, ¿estamos?!

De hecho, no lo volvieron a ver. Tres años sin noticias, hasta esa nota de servicio que Joost había recibido de la SAP: François Terreblanche acababa de ser detenido por el asesinato de su novia, Kithy Brown, a la que habían encontrado muerta en un sórdido cuchitril del centro de Johannesburgo. Vergüenza, ira, amargura, el coronel no había movido un dedo para defender a su hijo, que había sido condenado a cinco años de cárcel.

Habían ido a visitar a François antes de su ingreso en prisión. Loca de dolor, Ruth le había vaticinado a su hijo que moriría justo antes de que saliera en libertad, y que su muerte pesaría sobre su conciencia. De naturaleza más sobria y menos histriónica, Joost le había deseado buena suerte entre los negratas.

El tiempo había pasado. Tres años en los que Ruth se había sumido en el espiritismo y las curas de reposo. La salud no era su fuerte, y la fatalidad, su obsesión: murió de un aneurisma justo antes de la liberación de su hijo. François, a quien su padre no había permitido asistir al funeral, la siguió menos de un mes después: suicidio, según concluyó la investigación interna.

Todo aquello era historia antigua.

Joost Terreblanche no había testificado en la Comisión Ver dad y Reconciliación [32]. Había obedecido las órdenes de un país que combatía la expansión del comunismo en África: la caída del muro de Berlín había precipitado también la del apartheid, pero los países occidentales, con la tapadera del boicot, los habían respaldado en su lucha contra los rojos. Esa era la verdad; en cuanto a la reconciliación, podían esperar sentados.

Terreblanche tenía hoy sesenta y siete años y una nueva línea de negocio extremadamente lucrativa; todo lo que tenía que ver con ese período trágico de su vida lo dejaba completamente frío. Una vez concluida, la operación que lideraba le permitiría reunirse con Ross, su hijo mayor, que, tras la expulsión de los granjeros blancos de Zimbabwe, se había refugiado en Australia. Se tomarían la revancha con el buen puñado de billetes que recibiría al final: con eso, agrandarían su granja. La convertirían en la mayor explotación de Nueva Gales del Sur.

Pero todavía había que lidiar con esos malditos cafres… Ese -o más bien ésa- no tenía muy buen aspecto.

– ¿Dónde la has encontrado? -preguntó Terreblanche.

– Aquí, con los demás…

El Gato estaba en un rincón oscuro del hangar, con una lima en la mano que se pasaba con cuidado por las uñas afiladas. La manga de su camisa estaba roja, y sus ojos aparecían turbios bajo unos párpados que fingían cansancio. La presa que le había traído a su amo estaba que daba pena verla, colgada de la viga, con los brazos atados a cadenas de bicicleta. Pam, la putita de la banda, que se había instalado a vivir en el hangar…

Terreblanche se acercó a la negra que hacía muecas bajo la luz blanquecina de los neones. Los dedos de sus pies apenas tocaban el suelo, y el acero sucio se le clavaba en las muñecas: una de ellas, rota, parecía haberle agotado las lágrimas.

– Ahora me vas a contar lo que ha pasado en la playa -le dijo.

Goteaba sangre de la cabellera medio arrancada de la putita. Un recuerdo del Gato.

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