La voz de Tom Yorke maullaba en la radio del Mercedes. Desesperación concentrada. El sol de mediodía cocía el asfalto a fuego lento mientras Epkeen acechaba a la salida de la Facultad de Periodismo. David ya no tardaría. Algunos chavales que tenían el mismo aspecto after grunge que su hijo salían del edificio; también chicas, rubitas jovencitas y peripuestas o mestizas que no alegraban nada el ambiente. Fletcher había muerto, en sus brazos por así decirlo, y no habían podido hacer nada para salvarlo.
Brian pensó en Claire, en la escena del hospital, y el corazón se le encogió aún más. Era la primera vez que veía a alguien caerse al suelo de pena. Las piernas habían cedido bajo su peso. Un dolor de tullida, que le atacaba la médula. Ya podía gritar la pobre que la dejaran en paz, se arrancaba el pelo, desplomada en el suelo plastificado del hospital, chillaba, medio enajenada, cuando ya no tenía nada a lo que aferrarse más que una peluca rubia tirada a sus pies y una cabeza calva. Brian la había puesto en pie, Claire, tan menuda, con el peso de una pluma. De un muerto…
Epkeen distinguió entonces la silueta desgarbada de su hijo, que le recordaba a sí mismo, hacía mucho tiempo. Lo acompañaba una rubia sexy, sin duda su novia (se le había olvidado su nombre, Marjorie, ¿no?). Abrió la puerta sin ventanilla del coche y cruzó la calle.
Se le pegaban las suelas al asfalto, calentado por el sol. David vio a su padre y se puso rígido al instante.
– ¡Hola! -lo saludó Brian.
– Hola. ¿Qué quieres?
La rubia mascaba chicle como si estuviera muy duro y se quedó mirando al padre de su amigo con aire insolente.
– Pues nada -dijo, con las manos en los bolsillos-, nada especial; sólo quería charlar un poco…
– ¿Para qué?
Su sinceridad dolía. Brian se encogió de hombros:
– No lo sé: para que consigamos entendernos…
– No hay nada que entender -soltó David, con una expresión definitiva.
Con su diamante en la nariz y dos clavos cromados en los párpados, la rubia del chicle parecía de acuerdo con él.
– Dentro de nada tienes el examen, ¿no?
– Mañana -contestó David.
– Vamos a celebrarlo. Vamos a un restaurante, ¿os apetece?
– Mejor danos dinero: así ahorramos tiempo los tres.
– Conozco un cocinero japonés que…
– Pasa de rollos -lo cortó David-: mamá me ha dicho que la acosabas por teléfono… Estás celoso de su felicidad, ¿es eso?
– ¿Acostarse con el rey de las dentaduras postizas? Gracias, pero paso.
David sacudió la cabeza, como si no hubiera nada que hacer:
– Estás de la olla, tío…
– Sí… Había pensado hacer teatro, esas obras en las que te abres las venas, pero luego me he dicho que no le iba a quitar el trabajo a los jóvenes.
– Reaccionario de mierda.
La chica sonreía. Era su única esperanza.
– Señorita, es usted más guapa cuando deja de mascar ese chicle -observó Brian-. Espero que David no le haya hablado demasiado de mí.
– Bah.
Un tema delicado, a esa edad.
– Ya te había dicho que era un obseso de tres pares de narices -comentó el aprendiz de periodista-. Anda, vámonos de aquí antes de que se baje la bragueta y nos la enseñe.
– Guay -se rio la rubia.
– ¿Habéis encontrado un estudio? -se atrevió a preguntar Brian.
– Wale Street, 7 -contestó Marjorie.
Tambóerskloof, el viejo barrio malayo que, de tan bohemio como era, los alquileres ahora costaban el doble que antes.
– Pásese algún día a visitarnos -dijo la rubita con inocencia de niña.
– Ni se te ocurra -terció David.
– Vamos a tomar una copa nada más, en el bar de la esquina -propuso Brian.
– ¿Con un poli? ¡No, gracias! -se burló su hijo-. Y ahora, sé bueno, vuelve con tus fachas y tus putas, y déjanos en paz, ¿vale?
– ¿Las putas no son mujeres como las demás? ¿Un subproducto de la humanidad, tal vez? Pensaba que el liberal generoso eras tú…
– Lo que tú digas, pero yo no me codeo con tíos que tiran a negros del último piso de las comisarías.
– Mi mejor amigo es zulú -se defendió Brian.
– No te las des de Madre Teresa, papaíto: no te pega nada.
Dicho esto, David cogió a su novia de la mano y se la llevó hacia otros horizontes.
– Vamos, nos piramos.
Marjorie se volvió brevemente para dedicarle un gesto de despedida antes de trotar detrás del hijo pródigo. Brian se quedó plantado en mitad de la acera, cansado, dolido e irritado.
No había manera de llevarse bien.
No tenían ningún futuro juntos.
Era como perseguir una quimera.