Читаем Filomeno, a mi pesar полностью

II

Me INSTALARON, BIEN INSTALADO, en una habitación grande de la casa de Villavieja, con un balcón a la calle de la fachada en que da el sol, justamente la opuesta a la que da al obispado. A Belinha le concedieron otra a mi lado, a pesar de no ser aquel el piso de los criados, más pequeña y con una ventanita por la que el sol entraba hecho apenas un hilillo de luz; pero ella estaba contenta, y, por ese lado, no hubo cambios en mi vida. Como el obispo seguía viniendo a tomar el chocolate cuando mi padre estaba en la ciudad, una tarde me vistieron de gala y me presentaron a él, y quedó convenido que me confirmaría en la capilla de la casa, un día cualquiera; pero en aquella entrevista se descubrió que mi abuela se había descuidado en materia religiosa y que yo no había hecho aún la primera comunión; de modo que se organizó la ceremonia para recibir los sacramentos uno detrás de otro, con una sola fiesta. Al día siguiente vino un clérigo joven, que empezó a instruirme en el catecismo, y venía todas las tardes. Al principio estábamos solos; pero, como yo le contaba a Belinha todo lo que aprendía del clérigo, ella pidió que la dejase asistir a las lecciones para enterarse también; porque de aquellas cosas de Dios le habían hablado poco, y todo lo que sabía, era de oídas. Así, entraba conmigo en el salón donde el preste ya se había instalado: siempre en un sillón de alto respaldo, y, nosotros, en sillas. Yo quedaba frente a él, y, Belinha, en un rincón, muy recogida y silenciosa, aunque alguna vez interrumpiese al cura para hacerle alguna pregunta sobre cosas que no entendía. Yo se lo agradecía a Belinha, porque generalmente lo que ella no entendía tampoco lo entendía yo, pero el cura no se esforzaba mucho por aclarárselas: nos mirábamos, ella y yo, y la lección seguía su curso. Después, el cura merendaba conmigo y Belinha servía. Sin embargo, al llegar la noche y acostarme, no rezábamos ninguna de las oraciones que nos enseñaba aquel cura, sino la que habíamos aprendido de la abuela Margarida, cuyo significado tardé mucho tiempo en comprender: «Dios todopoderoso, mantén en tus infiernos al marqués del Pombal por los siglos de los siglos, amén.»

Hubo otra novedad, más importante. Una tarde, después de haberse ido el cura, mi padre me llamó a su despacho, que era muy oscuro, con muebles grandes y cortinajes rojos, y un gran Cristo encima de la mesa, un Cristo que yo había visto en el pazo miñoto, cuyo mérito descubrí años después, cuando ya empezaba a entender de esas cosas. Mi padre me mandó sentar y me echó un largo sermón del cual recuerdo dos advertencias principales: la de que, en lo sucesivo, yo me llamaría Filomeno, y nada más; mejor dicho, Filomeno Freijomil Taboada, que era mi verdadero nombre, y nada de señorito Ademar de Alemcastre. La segunda, que todo aquello de los reyes de Inglaterra era una pura invención de mi abuela, que estaba loca, y que los Alemcastre eran una familia que se había enriquecido robando negros en África y vendiéndolos en Brasil. «De modo que todo lo que has heredado de tu abuela está hecho con el sufrimiento y la muerte de seres humanos como nosotros; es dinero sangriento. Tú ahora no lo entiendes, pero algún día lo comprenderás, cuando llegues a la edad apropiada. Lo que tienes de los Taboada es un poco más limpio, pero no demasiado. Cuando sepas de historia lo suficiente, verás que esas riquezas feudales tampoco son muy legítimas. Lo único limpio es lo que tendrás de mí: el nombre preclaro de un hombre que no debe nada a nadie, y unos dineros menores, pero ganados con mi trabajo. Esto no debes olvidarlo nunca. ¡Ah! Como en octubre comenzarás a ir al instituto, para estudiar el bachillerato, debes tener en cuenta que tu obligación es ser siempre el primero de la clase, el que lleve las mejores notas, y que nadie pueda decir que estás por debajo de lo que fue tu padre.» Así es cómo perdí el nombre de Alemcastre y, sobre todo, el de Ademar, y me quedé en Filomeno, ni siquiera señorito Filomeno, que mi padre no toleraba que me llamasen así. Pero Belinha no acataba la orden, y, en secreto, me llamaba «O meu pequeno Ademar». Gracias a ella, el mundo del pazo miñoto, el recuerdo de la abuela, y hasta el de mi maestro y la miss, seguían vivos, y volver junto a ellos era nuestra esperanza secreta. «Ya verás cuando llegue el verano, y vayamos allá…»

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