La guerra terminó, por fin, y aunque no aturuxó, a la miss
se le notaba que habían ganado los suyos. No se me ocurrió averiguar, si, como consecuencia de la victoria, cerraba a mi maestro las puertas de su cuarto. Tampoco debió de averiguarlo Belinha, porque nada me dijo, aunque no deja de ser posible que lo supiese y lo callase, porque no era chismosa ni tampoco fisgona, salvo en lo que a mí pudiera referirse. Un día mi abuela nos anunció que marchábamos a Londres. No dijo quiénes la acompañaríamos, pero se daba por sentado que yo iría con ella, y Belinha, ante mi temor de dejarme a solas con la vieja durante un tiempo que no sabíamos lo que iba a durar, me consolaba asegurándome que doña Margarida no podía prescindir de ella para ciertos menesteres a los que no estaba acostumbrada ni se acostumbraría nunca, como los de acostarme y despertarme. Supuse que lo decía pensando en que la abuela no tenía tetas para que yo jugase por las mañanas, mientras me espabilaba, pero después descubrí que no se trataba de eso. Resultó finalmente que no sólo Belinha era de la compañía, sino también la miss, y que al maestro le dio unas vacaciones con el sueldo adelantado para que se fuese a su pueblo mientras nosotros estábamos ausentes, y lo hizo sobre todo como cortesía hacia un hombre que en toda ocasión mostraba su inquina contra los ingleses, a causa, al parecer, de un lugar llamado Gibraltar, cuya situación exacta yo ignoraba, por mucho que me lo señalase en los mapas. ¡Allí había nacido la miss, precisamente! Por aquel tiempo yo no había acertado a comprender cómo en aquellos papeles que desplegaba encima de la mesa para indicarme dónde estaba la China, podían haber resumido la tierra entera, que, no sé por qué, había concebido siempre como muy grande; más, bastante más, que la distancia entre Villavieja del Oro y Lisboa, que era, de todos los terrestres, el camino que mejor conocía. De manera que durante dos o tres días se pasaron las tres mujeres liando sus petates y los míos. Debo decir que, con ocasión del último de los viajes a Lisboa, mi abuela me había comprado media docena de trajes, abrigos, impermeables y gorras con cintas de los barcos ingleses: unas gorritas blancas muy divertidas pero que, según Belinha, no me sentaban bien; de modo que, a pesar de gustarme, yo sentía hacia ellas bastante antipatía, y cada vez que me obligaban a ponerme una, corría al espejo a ver si me favorecía o si me transformaba; pero yo no notaba que me hiciese más feo de lo que era, de modo que mi antipatía no tuvo más fundamento que el disgusto de Belinha. Cuando los equipajes estuvieron dispuestos, nos marchamos a Lisboa, una vez más. El maestro nos acompañó mientras pudo, y al despedirse de la miss se emocionó bastante, tanto que mi abuela lo consideró indecoroso, según le oí decir a espaldas de aquella señorita entristecida que lloraba cuando no la veía nadie (yo no era nadie para ella), a pesar de que se iba de viaje a su Inglaterra. Nos embarcamos en un paquebote inglés, inmenso como un pueblo, allá en Lisboa, y al pisar la cubierta, la miss pareció más animada, sobre todo por el hecho de que hablaba el inglés mejor que la abuela, mientras que yo apenas si lo balbucía: de Belinha, ni siquiera acordarse, pues a ella no se le podía sacar de su portugués miñoto, a pesar del mucho tiempo que pasaba con nosotros en Villavieja del Oro, y de que allí tenía amistades. Pero unos en gallego, ella en portugués, más o menos se entendían. Lo que pasó en el barco fue que mi abuela se mareó en cuanto empezamos a navegar; que a la miss le sucedió otro tanto y que los únicos que aguantamos fuimos Belinha y yo, pero Belinha tenía que compartir mi cuidado con el de las mareadas, y aunque a mi abuela le sirviese de buen grado, a la miss lo hacía a regañadientes, y luego venía a contarme, o más bien a pensar en alto en mi presencia, que no entendía cómo el maestro se había enamorado de aquel montón de huesos y de aquella carne rosada, que parecía la de «urna porquinha fomenta». Y toda la belleza de su cara de muñeca era pintura, y mareada y vomitando daba asco. El viaje duró al menos cinco días. Atracamos en un muelle de Londres, después de subir por un río y contemplar unas campiñas verdes con las casas muy arregladas, y alguna que otra vaca por el campo. Londres, desde el barco, me pareció demasiado grande, más que Lisboa, y, no sé por qué, tanto ir y venir de coches, tanto ruido de grúas, tanta carga y descarga, me dieron miedo. Por fortuna, nada más que bajar la pasarela nos esperaba un coche con un cochero demasiado tieso; la miss le dijo algo, y nos llevó a un hotel que no me disgustó, porque me recordaba alguna de las habitaciones del pazo miñoto, si bien los sirvientes fuesen más estirados y vistiesen todos de señoritos, y no de aldeanos, como los criados de mi abuela. A mí me llamaron, desde el primer momento, el «pequeño señor», pero en inglés, the Hule lord, y lady a mi abuela. A la miss la trataban como a una igual, y a Belinha, ni mirarla. Le dieron la misma habitación que a mí, para que no me sintiese solo por las noches, pero, cosa curiosa, durante el viaje, con el ajetreo de atender a ésta y a la otra, habíamos olvidado el rito de los juegos matinales, y allí, en Londres, a pesar de dormir tan cerca ella de mí, no se repitieron, supongo que por olvido, porque si yo los hubiese reclamado ella no se habría negado. Pero imagino que jugar con las tetas de Belinha, lo imagino ahora, se relacionaba con los ambientes del pazo y de la casa de Villavieja, que en aquella habitación tan solemne a la que no acababa de acomodarme, sobre todo por el ruido nocturno, no cuadraba aquel juego; y no es que hubiéramos descubierto el pudor, porque ella, como siempre, me bañaba desnudo cuando me tocaba bañarme.