La razón de aquel viaje a Londres habían sido los intereses de mi abuela: arreglarlos le ocupó varios días, o mejor, varias mañanas, durante las cuales yo quedaba al cuidado de Belinha y de la miss,
que nos llevaba a los parques, aunque lloviese, o la niebla no dejase ver los árboles, o a visitar iglesias y palacios, que, al parecer, yo tenía necesidad de conocer. Hablaba conmigo en inglés, y, Belinha, como si no existiese. Lo que a mí me contaba aquella miss, al parecer por encargo expreso de mi abuela, era la historia de las luchas entre los York y los Lancaster, que entonces me enteré de que también se llamaba la guerra de las Dos Rosas, que me dejó la impresión de que mis antepasados habían sido unos bárbaros que no pensaban más que en luchar y en matarse los unos a los otros. Pero cuando mi abuela dejó arreglados sus negocios, las cosas cambiaron, de repente: alquiló un gran automóvil, con chófer, nos metíamos en él, y hacíamos viajes para visitar las iglesias donde mis antepasados estaban enterrados y también los castillos en que habían vivido. De aquellas iglesias me quedó una fuerte impresión de luminosidad; de los sepulcros visitados, el que todos eran iguales; a mi idea de que los Lancaster habían sido unos bárbaros, se unió la muy inesperada (ahora me lo parece) de que habían peleado y muerto para que los enterrasen tan suntuosamente, en sarcófagos de piedra con estatuas encima. La miss hacía gala de sus conocimientos, pero yo solía distraerme en la contemplación de los detalles nimios que me atraían, como las armaduras de las estatuas o la filigrana de las coronas. Había también enterramientos de reinas, algunas jóvenes y hermosas, y muchos de entre ellos y ellas tenían un perrito a los pies. Una vez oí a un clérigo de una de aquellas iglesias preguntar a la miss si yo era un príncipe extranjero, por cómo iba vestido y por cómo me trataban; un príncipe con una esclava mulata a mi servicio. La miss le explicó que sí, que era un príncipe portugués, y que también podía serlo de Inglaterra. Aquello me dejó sorprendido, porque, para mí, los príncipes eran ciertos personajes de los cuentos y de las leyendas, mayores que yo y más guapos; al oír cómo me llamaban príncipe, me entró el miedo de ser yo también uno de aquellos personajes. Se lo dije a Belinha, y ella me respondió que no hiciera caso de la miss, que estaba loca; que yo era «seu meninho» y nada más, y que, para mí, ni la miss, ni la abuela deberían contar, sino ella sola. No me costó trabajo creerla, pero de la miss y de la abuela no podía prescindir. Me sirvió, sin embargo, la respuesta de Belinha para tranquilizarme acerca de mi condición, aunque en el fondo sintiese que al no ser príncipe, no me enterrasen de aquel modo, tan atractivo, en una iglesia tan bonita como aquellas que íbamos viendo. La idea me anduvo por la cabeza mientras estuvimos en Inglaterra. Por una parte, me imaginaba convertido en estatua, frío y quieto, con una Belinha en piedra acurrucada a mis pies, pero esto no me satisfacía, ya que yo era pequeño y feo y Belinha grande y hermosa: sería mejor que la estatua fuese ella, y yo el acurrucado, aunque para ello Belinha tuviese que matar a una princesa; y que yo supiese, no teníamos ninguna a mano. También es verdad que la idea de que Belinha pudiese matar a alguien, aunque sólo fuese por llegar a estatua y estar enterrado para siempre en una de aquellas iglesias con ventanas de cristales coloreados, llenas de reyes y de escudos de armas, no me cabía en la cabeza.