Читаем Filomeno, a mi pesar полностью

Se abrió el postigo, salió otra vez el cura joven, llegó como pudo hasta una puertecilla de la catedral, la abrió con una llave enorme y, unos minutos después, reapareció, revestido de sobrepelliz y estola, con el caldero de agua bendita en una mano y el hisopo en la otra. «¿Hay alguien que sepa de sacristán?», preguntó y la pregunta se repitió, recorrió la muchedumbre, hasta que alguien gritó, allá abajo: «¡Yo sé de sacristán!» El clérigo esperó la llegada de un hombre que se abría paso. «¿Usted sabe responderme?» «Sí, señor cura.» «¡Van a echarle el goro-gori!», se susurró de una persona a otra, de un grupo a otro; se hizo el silencio poco a poco. Entonces, el cura comenzó sus latines, en voz alta, para que todo el mundo lo oyese. El paternoster lo rezaron todos, un paternoster íntimo y a la vez triunfal. «¡Hala, ya pueden llevarla al camposanto!» Se retiró por el postigo el cura joven; se oyó el ruido de los cerrojos. «¿Y ahora?» «Al camposanto, ya lo dijo.» La gente empezó a moverse, el féretro delante, ya sin chiquillos. Por callejas, descampadas, a oscuras, chapoteando en el fango. «¡Cuidado no tropecéis y vayáis a caer con la caja!» «¡Que vaya alguien delante y avise!» «¡Cuidado, que aquí hay un charco!» Yo iba casi al principio, las colegas de la Flora me precedían. Noté que alguien se instalaba a mi lado, un cura muy rebozado en el manteo, la teja calada, con el paraguas abierto. No le podía ver la cara, ni siquiera los ojos, que, a veces, me miraban. Sí, me miraban sin que yo pudiera verlos. Pero una vez que di un traspié me agarró. «¡Gracias!» La gente que seguía el ataúd iba disminuyendo: éramos pocos al llegar al cementerio, donde otro cura esperaba, ya revestido, con aire de disgusto y de cansancio. Dos enterradores, con faroles, refunfuñaban: «¡Mira que sacalo a un de casa, a estas horas, pra enterrar a unha puta!» Nos ordenamos por las veredas encharcadas del cementerio. La tumba estaba abierta, la habían cavado aquella misma mañana, tenía un palmo de agua en el fondo. Habían colocado las farolas en las esquinas, en diagonal: aquellas luces escasas iluminaban hasta la cintura al corro de los presentes. Todos se dieron prisa: el cura, los sepultureros. Sobre el ataúd de la Flora, despojado del Cristo de la tapa, cayeron paletadas de barro. «¡Pobriña, qué noite vai pasar con tanta chuva!» La gente se marchó tras de las luces; yo el último, con el clérigo desconocido. Lo identifiqué cuando, saliendo del cementerio, me dirigió la palabra. «Usted es el autor de todo esto, ¿verdad?» «¿Por qué yo, don Braulio? Fue un movimiento espontáneo. Yo diría un acto de caridad colectiva.» «Usted debería saber que los cánones prohiben dar sepultura cristiana a una proxeneta muerta en el ejercicio de su profesión, si no se ha confesado o dado muestras públicas de arrepentimiento. Usted ha obligado a claudicar a la Iglesia.» «Yo no entiendo de cánones, don Braulio, y no creo que sea para tanto…» «Mucho me temo que le costará trabajo convencer a los que le exijan responsabilidades.» Nos íbamos acercando a la ciudad. La casa de la Flora no nos quedaba lejos. «¿Le importaría, don Braulio, desviarse nada más que unos minutos y acompañarme?» «¿Adónde quiere llevarme?» «Diga si viene o no.» No dijo nada, pero siguió conmigo. Las pupilas de la Flora ya habían llegado, ajetreaban en sus baúles porque la que más y la que menos había hallado acomodo. «Espéreme, don Braulio, sólo un instante.» Entré, les pedí que se ocultaran. Llevé a don Braulio hasta la habitación donde había muerto la Flora. No tuve que explicarle nada. Don Braulio recorrió con la mirada las paredes, la detuvo en este o en aquel santo… «Sí, la fe no le faltaba.» Salimos a la calle sin decir nada. Nos despedimos al llegar a la plaza.

VII

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