Читаем Filomeno, a mi pesar полностью

El gobernador había vuelto a sentarse y, cuando regresé a la mesa, me dijo: «Siéntese, si quiere.» Ocupé una de las dos sillas que había frente a él, mesa por medio, y esperé. «Señor Freijomil, desde su llegada a Villavieja se ha hecho usted sospechoso a las gentes de orden. En primer lugar, porque todo el mundo esperaba de usted un comportamiento distinto, una conducta de caballero educado y no de señorito golfante. Claro está que yo no puedo meterme en si frecuenta o no los prostíbulos, pero sí en el mal ejemplo de su figura pública, que no corresponde a un hombre correcto y responsable. Pronto se le vio a usted formar en las filas de los enemigos del régimen, de esos chiquilicuatros comunistas que vociferan en los cafés y que manifiestan su hostilidad con el pretexto de la cultura. No tengo por qué ocultarle que pedí informes de usted a la policía portuguesa, y eso fue lo que me detuvo.» Abrió un cajón y sacó unos folios cosidos. «Me detuvo, pero no definitivamente. De este informe se deduce que usted no es un revolucionario, ni siquiera un rojo declarado, sino un periodista de cierta fama que actuó de corresponsal de guerra en Inglaterra. ¿Por qué lo ocultó usted? Eso aquí no lo sabía nadie.» «En primer lugar, señor gobernador, yo no tengo por qué ir contando a todo el mundo lo que fui y lo que hice. En segundo lugar…» Alzó la mano y me detuvo. «No siga. Estaba yo en el uso de la palabra.» «Perdón.» Volvió a abrir el cajón y sacó de él un libro. Me lo pasó. «¿Conoce usted eso?» Tenía delante de mí el libro de mis crónicas de guerra, firmado por Ademar de Alemcastre, recién publicado: aún olía a tinta. No lo había visto todavía, no sabía que lo hubieran editado ya. Lo examiné cuidadosamente, sin disimular mi complacencia; se lo devolví. «Ese libro es mío. No lo había visto aún. Debe haberse publicado recientemente.» «Sí. Lo he recibido de la policía portuguesa hace pocos días, los necesarios para haber tenido tiempo de leerlo. Supongo que será un buen libro, pero, desde nuestro punto de vista, contiene el elogio permanente de nuestros enemigos.» Le miré con estupor: en mi mirada iba una interrogación. «Sí, señor Freijomil, el elogio de los ingleses. Un español decente no puede elogiarlos aunque sean elogiables. Su actitud para nosotros ha sido, desde el principio de la guerra, hostil. Lo fue durante siglos. Pudo usted haber sido corresponsal de guerra en Berlín, y narrar las heroicidades alemanas en el frente del este, o sus triunfos en el del oeste. Los nazis eran nuestros amigos.» «Pero no los míos, señor. Por mil razones.» «Que a mí no me interesan, porque dispongo de las mías en contra. Tenga usted en cuenta que yo soy abogado y conozco las argucias del pensamiento para defender lo indefendible. No me apetece oírle.» «En ese caso, señor, ¿a qué seguir hablando? Usted manda, yo tengo que resignarme a obedecer.» «Es que yo, señor Freijomil, desearía llegar con usted a un compromiso. Desearía…, ¿cómo podría decírselo?, traerle a usted a nuestro bando.» «No lo veo fácil, señor, pero no me niego a escucharle.» Se removió en el sillón, sacó de no sé dónde una caja grande de puros, la abrió, me la tendió. «Sé que usted fuma. Son unos buenos cigarros, traídos de La Habana. Escoja uno. -Y como yo vacilase añadió-: Fumar un cigarro conmigo no le compromete a nada.» «Es cierto…, en cierto modo.» Cogí uno al azar: eran unos puros grandes, bonitos, de buen perfume, de vitola acreditada. «Cada cual tiene sus pequeñas debilidades, y yo puedo permitirme ésta. No es un vicio inconfesable.» Los encendió, el suyo y el mío, conforme a los ritos, y, antes de seguir hablando, intercaló unas cuantas bocanadas. «¿Verdad que es excelente?» «Me lo parece, aunque yo no sea un buen juez.» «De lo mejor que va quedando en Cuba…»

No parecía encontrar fácilmente las palabras oportunas. Llegó a preguntarme si quería beber algo. «También tengo un buen whisky, aunque eso no será ortodoxo; pero si el buen whisky es el inglés, ¿por qué vamos a prescindir de él? Aunque sea enemigo de Inglaterra, no dejo de admirar la habilidad de sus políticos. Churchill, pongamos por caso… ¿Le ha conocido usted, por casualidad?»

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