Читаем Filomeno, a mi pesar полностью

VINO un SEÑOR MUY ESTIRADO, de rostro inmóvil y voz monótona, con acento de más allá de los puertos, a preguntar por mí: tenía orden de conducirme al gobierno civil. Lo mandé pasar. «¿Quiere usted esperar a que me vista, o necesita presenciar cómo lo hago?» «Confío, señor, en que no cometa el error de escaparse.» «Escaparme, ¿por qué?» Se me ocurrió que a una convocatoria como aquélla debía acudir de punta en blanco, y me atreví a encasquetarme uno de los trajes que mi rival y amigo en elegancia local, el señor Tormo, me había prohibido. ¡No creí que me lo fuera a tropezar! El tiempo mayor lo consumí en la elección de la corbata: necesitaba hallar una que fuese al mismo tiempo elegante y agresiva, y tuve que renunciar porque elegantes había varias, aunque todas de la mayor placidez. «¡Qué lástima!» El funcionario estirado me condujo hasta un coche oficial que esperaba frente a mi puerta. ¿Habían tenido aquel detalle conmigo por discreción o por decoro? El funcionario no dijo una sola palabra mientras duró el trayecto, que no era largo. Yo miraba por la ventanilla; él, a un lugar indeterminado en el sentido de su nariz. Me hicieron esperar en una sala vacía durante un cuarto de hora. Un ujier vino a rogarme que le siguiese: respetuoso, pero serio. ¡Dios, qué serio era todo el mundo allí! Me hallé en un despacho grande, suntuoso y anticuado, solemne sin prestancia, pura retórica de alfombras, de cortinas, de retratos, de símbolos políticos. Detrás de una mesa me esperaba un sujeto cuya importancia se descubría nada más que mirarlo; un cincuentón bien conservado, el cabello y los bigotes a lo militar, vestido de azul, corbata gris. No se levantó, y yo me quedé a la puerta, más bien arrimado a ella, porque la habían cerrado; de pie, con el abrigo puesto y el sombrero en la mano. Le di los buenos días, a aquel señor, no sé con qué palabras, supongo que con las más sencillas, pero no me moví hasta que me ordenó: «Acérquese», con la voz con la que deben hablar los autómatas autoritarios. Lo hice, espero que con seguridad, aunque sin intención ofensiva ni altanera, ni en modo alguno desafiante. Llegué hasta el borde mismo de la mesa, me detuve, lo miré como si le preguntase: «¿Qué hago ahora?» No me mandó sentar, ni quitarme el abrigo, ni aun dejar el sombrero. La situación comenzaba a ser la de un reo ante el juez: mirada como aquélla únicamente es posible en los rangos inferiores al mismo Jehová, pero era una mirada de imitación, o de segunda mano, según el texto de cualquier ordenanza ignorada. «¿Es usted Filomeno Freijomil?» «Sí, señor.» «¿El mismo que organizó el escándalo de ayer?» «No, señor.» «¿Cómo se atreve a negarlo? Tengo testigos.» «Lo siento por los testigos, señor, pero yo no organicé nada, ni nadie lo organizó. Fue una respuesta espontánea y popular a una situación injusta.» «¿Quién es usted, quién es la gente para juzgar si una situación es justa o no?» «Supongo, señor, que muchos conservamos todavía la capacidad de opinar y de mantener puntos de vista propios acerca de lo que pasa en el mundo. ¡Vamos, eso creo!» No me retrucó de pronto. No contaba, seguramente, con mi actitud tranquila, con mis respuestas razonables. ¿Esperaba causarme miedo, nada más que con la agresividad de sus bigotes? Se levantó, e inmediatamente, al verlo de pie, corregí mi primera impresión: no tenía de militar, al menos de militar profesional, más que el bigote y el corte de cabello, y aquella expresión dura de la cara; pero el cuerpo era fofo, indisciplinado, y el traje, pese a sus pretensiones, le venía ancho. Se le adivinaba un largo pasado burocrático, y esa envidia por los militares de los que no saben mandar del todo. La pregunta que me hizo fue para salir del paso: «¿Necesita usted que comparezca un testigo del escándalo de ayer?» «En modo alguno, señor. Yo lo presencié desde el principio hasta el fin, y no creo que haya sido un escándalo, sino sólo un sepelio un poco ruidoso.» «Eso, no es usted quien tiene que definirlo.» «Acabo de decirle, señor, que tengo mi opinión y mi punto de vista.» «Pero aquí la que prevalece es la mía.» Me encogí de hombros. «Está usted en su casa, señor, y manda en ella. Pero yo no pertenezco al servicio, perdón, al funcionariado. Yo soy ciudadano libre y acostumbro a pensar por mi cuenta, y si mi pensamiento disiente del de otro, a discutirlo.» «¿Sugiere usted que quiere discutir conmigo el que lo de ayer haya sido o no un escándalo?» «Yo no sugiero nada, pero no me negaría.» «¿Sabe usted quién soy yo?» «No hemos sido presentados.» Quedó quieto, envarado, encima de la alfombra. «Soy el gobernador civil -y antes de que pudiera responderle añadió-: Soy el gobernador civil y puedo meterle en la cárcel ahora mismo, sin más explicaciones.» «Si usted es el gobernador civil, no lo dudo.» Nos quedamos mirándonos. Hacía mucho calor en aquel despacho. «¿Puedo quitarme el abrigo, señor? Empiezo a sofocarme.» «Quíteselo y déjelo donde quiera.» Me lo quité, lo doblé cuidadosamente, busqué sitio donde dejarlo, me decidí por una silla forrada de terciopelo rojo, una silla entre otras. «Con su permiso.»

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