Читаем Filomeno, a mi pesar полностью

He vuelto a colaborar en el periódico lisboeta. ¿Cómo iba a evitarlo? El éxito de mis crónicas de guerra me ha colocado entre los primeros de la profesión, aunque pueda confesar ante mí mismo que no me entusiasma demasiado: ser un periodista famoso cuando se pretendió, en cierto momento, ser un gran poeta: no es compensación suficiente, sobre todo cuando pienso que la sustancia de estos cientos de páginas que llevo escritas podía caber en un soneto. Sin embargo escribir como antes, crónicas pesimistas sobre la marcha del mundo, me entretiene y me permite llenar las largas horas de la tarde. Esta idea de escribir mis memorias me surgió de pronto, casi al llegar aquí, y recobrar entero el mundo de mis recuerdos. Se me amontonaban, me desvelaban, llegaba a oír, casi a ver, a las personas que de un modo u otro habían estado cerca de mí, desde Belinha hasta la Flora, y pensé que encorsetándolas en palabras me libraría de ellas. Creo haberlo conseguido, y lo considero el premio de tantas veladas encima del papel, en el rincón de mi salita, mientras fuera el viento bruaba en los grandes eucaliptos. Aquella música la conocía desde la infancia, me había acunado muchas noches, me había ayudado a dormir cuando un dolor me desvelaba. Alguna vez pensé que estas memorias deberían repetir el ritmo de los vientos, pero el viento excede siempre el ritmo racional de la palabra, es veleidoso e imprevisible, nada puede imitarlo. Cuando sopla fuerte encima de mi ventana, dejo de escribir y escucho. Muchas veces me impidió continuar escribiendo; se me metía en el alma, aventaba las imágenes y las palabras, me dejaba sin poder. Tenía que dejarlo para el día siguiente, cuándo en el suelo del jardín yacían arrancadas de las ramas camelias rojas y blancas. Y si ese día traía lluvia mansa o furiosa, me era más fácil recogerme después de haber cenado, tumbarme a recordar, escribir luego. El trato con los recuerdos no es fácil. Van y vienen como quieren, según su ley, fuera de nuestra voluntad, y hay que agarrarlos, dejarlos quietos, mientras se meten en las palabras; soltarlos luego para que acudan otros. De todas suertes, son indóciles, los recuerdos, son inclasificables e indomeñables. A veces aparecen coloreados; otras, oyes cómo repiten las palabras dichas hace veinte años, y no las importantes, sino cualesquiera, palabras sin valor que, no se sabe por qué, se quedaron ahí, mientras que las graves, las trascendentes, las felices, se han borrado para siempre. Es necesario especular; suspender la escritura y preguntarse: ¿Qué dije, qué me dijo, en aquella ocasión? Unas veces se acierta; otras, sólo aproximadamente; algunas transcriben un diálogo que pudo ser así, pero que nunca se sabrá cómo fue. Escribir las memorias tiene su parecido con escribir una novela, más de lo que conviene. Sí, los hechos, en su conjunto, son los mismos; pero ¿quién sería capaz de recordar y describir en todos sus detalles aquella tarde de otoño que terminó en el bosque de Vincennes? Con ser uno de mis recuerdos insistentes, los días, a su paso, le van robando matices, y me lo represento borroso. Y para recordar a Clelia, tengo que contemplar su fotografía, aquella tan pequeña arrancada al carné de conducir.

A pesar de todo, a pesar del tiempo que me lleva el cuidado de mis vacas, a las que entrego las mañanas enteras (he tenido que aprender a montar a caballo), cada vez duele más la soledad, con esa sensación de ausencia dolorosa que permanece en el corazón que ha sufrido. Quiero decir, la falta de una mujer. La soledad de esta clase no se siente lo mismo a los veinticinco años que a los treinta y tantos que tengo yo. Cuando se es joven, la carne tira, y dejarla tranquila es un modo fácil de sentirse acompañado: se fue, pero volverá. La ausencia es esperanza. A la edad que tengo ahora, la carne cuenta menos: no acucia, no domina, ya no llega a cegarnos, aunque haya oído contar que más tarde regresa con violencia. Pero si la sangre está tranquila, el hombre está más inquieto. ¡Trance difícil éste en la vida de un solitario! «Ademar, ¿por qué no buscas una chica?», me pregunta la miss,

que me observa. ¿Cuántos años lleva preguntándomelo? Yo me encojo de hombros. «¡Es una lástima que aquello de María de Fátima se hubiera estropeado! Claro que entonces era una niña con la cabeza llena de viento. Pero hoy es otra mujer.»

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