No me tendió la mano. Recogí mi abrigo y mi sombrero. Desde la puerta recité la despedida que nos habían enseñado desde la infancia: «Usted lo pase bien.» Creo haber añadido una leve, aunque suficiente, inclinación de cabeza. No me respondió. Me hallé en medio de la plaza, contemplado por los guardias de la entrada, inútilmente elegante, y con el paraguas abierto, porque empezaba a llover. Me estorbaba el cigarro, a medio consumir: busqué el barro de una esquina para tirarlo.
VIII
ESTOY EN EL PAZO MIÑOTO. ¿Adónde iba a ir, si no? Me hubiera gustado pasar un tiempo en el Mediterráneo, que no conozco, que me atrae, que me gustaría escrutar, pero, a cualquier lugar que fuera, me harían la vida imposible mediante esas pequeñeces imperceptibles que están al alcance de cualquier gobernador. No me costó mucho tiempo decidirme: cogí mis bártulos y me vine. Entre mis bártulos figuraban dos camiones cargados de todo aquello de mi casa cuya pertenencia consideré que excedía lo meramente jurídico: muebles y objetos que me traían recuerdos o que debía conservar por respeto al pasado. Con ellos alhajé dos salones del pazo miñoto, los que ahora llamamos los salones gallegos. Mis bienes de Villavieja, y todo lo que constituía el patrimonio de mi padre, se los legué a la hija de Belinha, jurídicamente bien amarrado, en un documento en que comenzaba por reconocerla como hermana. Un día volverá de las tierras remotas en donde vive y se hallará propietaria de viejas piedras solemnes y de algún dinerito que no le vendrá mal. Aunque esto del dinero, ahora, es una de las cosas menos seguras de este mundo. Por fortuna, mi abogado de Villa-vieja lo tiene todo bien colocado, y por grandes que sean los cambios, algo quedará para aquella niña, ahora ya no lo es, que me miraba con sus grandes ojos africanos. No creo que nadie haya lamentado mi marcha, salvo mis dos poetas amigos, el satírico Roca y el heroico-cosmológico Baldomir. Celebré con ellos una cena de despedida que intenté fuese alegre, pero que quedó en melancólica. «Con usted, señor Freijomil, se nos va toda esperanza.» «No se pongan así, amigos. Las cosas no son eternas, pero tampoco las situaciones.» «Ni los hombres, señor Freijomil. Que esto cambiará un día, ¿quién lo duda? Lo que dudo es que lo veamos nosotros.» «Pues no hay más remedio que hacer frente a la realidad. Usted, Roca, con sus romances, y usted, Baldomir, a ver si termina de una vez ese capítulo del origen del cosmos.» «¡Es un capítulo imposible, señor Freijomil! La ciencia avanza cada día, y no sabemos lo que dirá mañana. Además, le confieso que cada vez tengo más dificultades con esas palabras nuevas que ahora se usan. No les encuentro consonante.»
Va bien el negocio de las vacas, aunque no falten dificultades y complicaciones. Mi maestro tiene un sentido muy agudo de la justicia social, y aunque no haya llegado a organizar ninguna clase de explotación colectiva, sí por lo menos aumentó el sueldo de nuestros peones, hasta el punto de suscitar desconfianzas y protestas de los propietarios vecinos. Recibió la orden oficial de atenerse a lo acostumbrado en la comarca, y como él lo considera insuficiente, cada tres o cuatro meses inventa una manera nueva de resarcir a nuestros trabajadores de lo que, en justicia, cree que debe pagarles. Contra los regalos que les hace, en especie, y contra otras facilidades que les da, los vecinos no pueden protestar, aunque no dejen de mirarlo mal y de decir que se ha vuelto comunista. ¡Palabra peligrosa tanto aquí como en España! La única manera válida hasta ahora de librarse de ella es ir a misa los domingos. La