Belinha me despertaba después de haber abierto las maderas, me llamaba con voz queda y melodiosa, no «¡Filomeno!», sino «¡Ademar, meu meninho!». Yo remoloneaba hasta acabar abriendo los ojos, y era entonces cuando ella se despechugaba y ofrecía al juego de mis manos sus tetas morenas, en las cuales hurgaba con la complacencia sonriente de Belinha, durante un tiempo que yo no sentía pasar, ni tampoco ella, hasta que de repente se asustaba y me decía que mi abuela me estaría esperando para tomar el desayuno. Entonces me bañaba, me vestía y me llevaba en brazos hasta la puerta misma del salón. Allí me dejaba en el suelo, y yo entraba solo y saludaba en inglés. La miss
estaba allí, el pedagogo también, y con un mero juego de miradas entre ellos y mi abuela aprobaban o desaprobaban mi comportamiento. El examen de mis uñas y de mis orejas correspondía a la miss, y como a veces Belinha se hubiera descuidado en aquellos miramientos, mi abuela la mandaba llamar y le mostraba las uñas sucias y los oídos encerados. Belinha se avergonzaba, me llevaba con ella, y, llorando, remataba la obra de limpieza y me devolvía al trío, reluciente yo y satisfecha ella. Estoy persuadido de que mi abuela estimaba a la miss, tan correcta y cumplidora de sus obligaciones (si no era por las noches, aunque ¡quién sabe!), pero a Belinha la quería porque Belinha me quería a mí, y sucedía algo así como si mi abuela le hubiera transferido todas sus obligaciones sentimentales. Después del desayuno, el dúo pedagógico me tomaba a su cargo, y aunque mi abuela les hubiera dicho que a un futuro caballero como yo, con que supiera portarse, hablar bien y algo de Historia, le bastaba, ellos ampliaban mis conocimientos cada uno según sus preferencias. Cuando estábamos en Villavieja del Oro, mi padre, que solía hablar con ellos, insistía en preguntarles si creían que yo, de ser alumno de un colegio como otro niño cualquiera, y no mimado de una vieja disparatada, podría ser el primero de clase. La obsesión de mi padre era aquélla, y la padecí cuando, años después, muerta doña Margarida, mi padre me tomó a su cargo (en cierto modo y por criados interpuestos) y me matriculó en el mismo instituto en el que todavía, según él, se le recordaba como alumno sobresaliente. Mi abuela me había dicho mil veces: «Tu obligación en la vida es repetir la figura de tu abuelo Ademar», y la figura de Ademar de Alemcastre había presidido, como meta a la que se me encaminaba, bastantes años de mi vida. La meta, cuando caí bajo la férula de mi padre, no era un hombre concreto, sino una noción relativa: ser el primero de la clase, el primero del curso, el asombro del profesorado; y después, el primero de la ciudad y su asombro. Pero de esto ya hablaré más tarde.