Читаем La Ciudad maldita полностью

— ¡Una carnada! — gritó Andrei con todas sus fuerzas —. ¡Eso es la alabada grandeza de ustedes! ¡Una carnada! Un Chñoupek los mira y piensa: ¡oh, ha existido gente así! Ahora mismo dejo el alcohol, dejo el tabaco. Dejo de revolearme por los matorrales con mi Lagarta, iré a la biblioteca, me inscribiré y también lograré llegar a su altura… ¡Se presupone que debe pensar de esa manera! Pero cuando los mira a ustedes, piensa de un modo totalmente diferente. Y si no hubiera un custodio junto a ustedes, si no hubiera una valla, él tiraría ahí toda su basura, los llenaría de letreros escritos con tiza y se largaría satisfecho a buscar a su Lagarta. ¡Ahí tienen ustedes la función pedagógica! ¡Ahí tienen la memoria de la humanidad! ¿Y, en realidad, para qué puñetas necesita Chñoupek la memoria? Tengan la bondad de decirme por qué puñetera razón debería él recordarlos a ustedes. Por supuesto, hubo una época en la que se consideraba de buen gusto recordarlos a todos ustedes. Y los recordaban, era imposible hacer otra cosa. Digamos, Alejandro Magno nació en tal fecha, murió en tal otra; Bucéfalo, conquistador. «Condesa, vuestro Bucéfalo

está agotado, y por cierto, ¿no desearía meterse conmigo en la cama?» Eso era culto, educado, según las normas de la alta sociedad… Ahora, por supuesto, en las escuelas también se ejercita la memoria. Nació tal día, murió tal día, representante de la oligarquía dominante. Explotador. Pero aquí ya no queda claro qué necesidad hay de eso. Una vez aprobado el examen, todo pasaba al olvido. «Alejandro Magno también fue un gran jefe militar, mas ¿para qué seguir gastando sillas por gusto?» Hubo una película, titulada Chapaiev. ¿La han visto? «Nuestro hermano se muere, Mitka, pide sopa de pescado…» Miren para lo que ha servido Alejandro Magno.

Andrei calló. Toda aquella explicación no venía a cuento. Nadie lo escuchaba. Delante de él sólo había nucas: de hierro, de piedra, de acero, de jade… afeitadas, calvas, rizadas, con trenzas, con cicatrices, y algunas de ellas totalmente ocultas bajo yelmos, gorros, triángulos…

«No me gusta — pensó con amargura —. La verdad hace doler los ojos. Están acostumbrados a las odas, a que les canten alabanzas. Exegi monumentum… ¿Y qué es eso tan terrible que les he dicho? Claro que no les he mentido, que no me he arrastrado ante ustedes, dije lo que pensaba. Yo no estoy en contra de la grandeza. Pushkin, Lenin, Einstein… No me gusta la idolatría. Hay que alabar los hechos, no las estatuas. O quizá ni siquiera haya que alabar los hechos. Porque cada uno hace lo que puede. Unos hacen la revolución, otros un pito. Quizá mis fuerzas alcancen sólo para hacer un pito, y entonces, ¿qué, soy sólo una mierda?»

Pero tras la niebla amarilla la voz seguía zumbando, y ya lograba distinguir algunas palabras: «…inaudito, nunca visto… de una situación catastrófica… únicamente ustedes… ha merecido la gloria y el reconocimiento eternos…».

«En particular, eso es lo que no soporto — pensó Andrei —. No soporto cuando hablan de la eternidad para todo. Hermandad eterna. Amistad eterna. Eternamente juntos… ¿De dónde sacan todo eso? ¿Qué cosa eterna es la que ven?»

— ¡Basta de mentir! — gritó —. ¡Hay que tener conciencia!

Nadie le prestó atención. Se volvió y regresó por donde había venido, sintiendo una corriente de aire que lo atravesaba hasta los huesos, una corriente hedionda que arrastraba olores de criptas, óxidos, cardenillo…

«Pero no es Izya el charlatán que habla al otro extremo — pensó sin mucha convicción —. Izya nunca ha pronunciado semejantes palabras. No tiene sentido que me enoje con él… Ni que haya venido aquí. ¿Con qué objetivo he llegado hasta este sitio? Seguramente me pareció que había entendido algo. De cualquier manera, ya he cumplido los treinta, es tiempo de entender cómo funcionan las cosas. Qué idea más absurda: convencer a los monumentos de que no le hacen la menor falta a nadie. Es como convencer a la gente de que no son necesarios. Y puede que eso sea de esa forma, pero ¿quién va a creerlo?

«En los últimos años me ha ocurrido algo. He perdido algo… Los objetivos, eso es lo que he perdido. Hace apenas cinco años sabía con exactitud para qué hacía una u otra cosa. Pero ahora no lo sé. Sé que habría que fusilar a Chñoupek. Pero, con qué objetivo, no lo tengo claro. Entiendo, por supuesto, que mi trabajo resultaría más fácil, pero qué falta hace que yo trabaje con más facilidad. Únicamente me hace falta a mí. Para mí. Cuántos años llevo viviendo sólo para mí. Seguramente eso es correcto: nadie va a vivir por mí para mí, yo mismo debo ocuparme de eso. Pero es aburrido, angustioso, me harta… Y tampoco puedo elegir — pensó —. Eso es lo que he entendido. El hombre no puede nada, no es capaz de nada. Lo único que puede, lo único de que es capaz es de vivir para sí.» Aquella idea le resultó tan definida, tan desesperadamente nítida, que le hizo chirriar los dientes.

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