Andrei releyó las notas. «Sí. Quejada, eso era lo que tú querías. Cosechaste lo que habías sembrado. Y yo, acusando siempre a Pak, qué estúpido, que Dios lo tenga en la gloria… — Se mordió el labio y cerró los ojos, y de nuevo, delante de él, apareció el cuerpo hinchado, enfundado en la chaqueta azul de sarga. De repente, se dio cuenta: trigésimo segundo día —. ¿Cómo que el trigésimo segundo día? ¡El trigésimo!
Ayer hice la anotación correspondiente al vigésimo octavo… — Presuroso, pasó la página —. Sí. El vigésimo octavo… Y esos cadáveres hinchados llevaban allí varios días. Dios, ¿qué es esto? Uno, dos… ¿Qué día es hoy? ¡Si hemos partido hoy mismo por la mañana!»
Recordó la plaza ardiente, llena de pedestales vacíos, y la oscuridad gélida del panteón, y las estatuas ciegas tras la mesa infinita… Eso había ocurrido tiempo atrás. Mucho tiempo atrás.
«Sí. Entonces, una fuerza malévola me enredó, me mareó, me atontó, me narcotizó… Hubiera podido regresar ese día, habría encontrado vivo al coronel, no habría permitido…»
La puerta se abrió de par en par y entró un Izya que no se parecía a sí mismo: reseco, con una larga cara huesuda, sombrío, rabioso, como si quien llorara y gimiera como una mujer pocos momentos antes no hubiera sido él. Tiró su mochila medio vacía a un rincón y se sentó en un butacón frente a Andrei.
— Los cadáveres son, por lo menos, de hace tres días — dijo —. ¿Entiendes qué está ocurriendo?
Sin decir palabra, Andrei empujó hacia él por encima de la mesa el libro de bitácora. Izya lo agarró ansioso, devoró las notas en un santiamén y levantó unos ojos enrojecidos hacia Andrei.
— El Experimento es el Experimento — dijo éste, con una sonrisa retorcida.
— Y una m-mierda… — dijo Izya, con odio y asco. Releyó las notas y tiró el libro sobre la mesa —. ¡Hijos de perra!
— En mi opinión, nos liaron en la plaza. Donde estaban los pedestales.
Izya asintió, se recostó en el butacón, levantó la barba y cerró los ojos.
— ¿Y qué vamos a hacer, consejero? — preguntó, Andrei callaba —. ¡No se te vaya a ocurrir pegarte un tiro! — dijo Izya —. Te conozco, joven comunista… aguilucho.
Andrei soltó una risita amarga y se arregló el cuello de la camisa.
— Escucha — musitó —. Vámonos a otra parte…
Izya abrió los ojos y los clavó en Andrei.
— Ese olor que entra por la ventana — explicó Andrei con dificultad —. No lo resisto…
— Vamos a mi habitación.
En el pasillo, el Mudo se levantó al verlos. Andrei lo tomó por el musculoso brazo desnudo y lo llevó con ellos. Los tres entraron en la habitación de Izya. Allí las ventanas daban a otra calle. A lo lejos, por encima de las azoteas, se divisaba la Pared Amarilla. No se percibía ningún hedor, hacía hasta un poco de fresco, pero no quedaba sitio para sentarse, todo estaba cubierto de papeles y libros.
— En el suelo, sentaos en el suelo — dijo Izya, y se dejó caer sobre su cama, sucia y en desorden —. Pensemos algo. No tengo intención de morirme. Aún tengo muchas cosas que hacer por aquí.
— Pensar, ¿qué? — replicó Andrei, sombrío —. Da igual. No hay agua, se la llevaron, y la comida ardió. No podemos regresar, nunca lograríamos atravesar el desierto… Aunque alcanzáramos a esos miserables… No, no los podemos alcanzar, han transcurrido varios días… — Calló un instante —. Si encontráramos agua… ¿Está muy lejos ese acueducto del que hablabas? — Veinte kilómetros. O treinta.
— Si vamos de noche, cuando hace frío…
— No se puede ir de noche — dijo Izya —. Está oscuro. Y los lobos…
— Aquí no hay lobos — replicó Andrei.
— ¿Cómo lo sabes?