Читаем La Ciudad maldita полностью

«¿Qué habrá ocurrido aquí? — pensó Andrei, apretando las mandíbulas hasta dolerle —. ¿Qué habrá hecho? — repetía, angustiado —. ¿Qué será lo que arde? Porque es allí donde algo se quema, sin lugar a dudas…» Y, en ese momento, divisó a Pak.

Pensó al instante que se trataba de Pak porque el cadáver llevaba la conocida chaqueta de sarga azul descolorida. En el campamento nadie tenía una chaqueta semejante. El coreano yacía en una esquina con las piernas bien abiertas y la cabeza reposaba sobre el rudimentario fusil de cañón corto. El arma apuntaba a lo largo de la calle, en dirección al campamento. Pak parecía inusitadamente grueso, como hinchado, y sus manos estaban relucientes, de un color azul negruzco.

Andrei no había tenido tiempo de entender a ciencia cierta lo que en realidad estaba viendo, cuando Izya lo apartó con un cloqueo, le pisó un pie y echó a correr, atravesó la calle y cayó de rodillas junto al cadáver. Andrei tragó en seco y miró hacia el Mudo, que agitaba la cabeza enérgicamente y señalaba calle abajo con el sable corto. Allí, casi al final de su campo de visión. Andrei divisó otro cuerpo. Alguien yacía en medio de la calle, también grueso y negro, y a través de la calina podía verse cómo se elevaba sobre las azoteas una columna de humo gris, distorsionada por la refracción.

Andrei atravesó la calle y bajó el fusil. Izya se había puesto de pie, y al acercarse, Andrei entendió por qué: del cadáver con chaqueta azul de sarga salía un insoportable hedor, dulzón y nauseabundo.

— Dios mío — balbuceó Izya, volviendo hacia Andrei el rostro totalmente sudado y demacrado —. Miserables, lo han matado… Él valía más que todos ellos juntos.

De un rápido vistazo, Andrei examinó aquel horrible cuerpo hinchado que yacía a sus pies, con una úlcera negra en lugar de nuca. El sol daba un reflejo mate sobre los cartuchos de cobre dispersos por el suelo, Andrei rodeó a Izya, y ya sin ocultarse echó a andar a lo largo de la calle hacia el próximo cuerpo hinchado, junto al que se agachaba el Mudo.

Yacía de espaldas, y aunque su rostro estaba muy ennegrecido e inflamado. Andrei pudo reconocerlo: era uno de los geólogos, el sustituto de Quejada. Ted Kaminski. Lo más horrible era que sólo llevaba los calzoncillos y una chaqueta enguatada de algodón, como las de los choferes. Al parecer, le habían disparado por la espalda y la ráfaga lo había atravesado: por delante, la chaqueta mostraba una serie de agujeros de los que salían jirones de guata gris. A unos cinco pasos yacía un fusil automático sin cargador.

El Mudo tocó el hombro de Andrei y señaló hacia delante. Allí, al lado derecho de la calle, recostado en la pared, yacía otro cadáver. Se parecía a Permiak. Lo habían alcanzado, al parecer, en el centro de la calle, allí se veía aún sobre los adoquines una mancha negra reseca.

Se había arrastrado hasta la pared, dejando un espeso rastro negro y allí había muerto, con la cabeza torcida y abrazándose con todas sus fuerzas el vientre, destrozado por las balas.

Se habían matado entre sí, presa de un ataque incontenible de ferocidad, como carniceros enloquecidos, como tarántulas enfurecidas, como ratas a las que el hambre les había hecho perder la cabeza. Como seres humanos.

Atravesado en el medio de un callejón sin pavimentar, vecino al campamento, sobre un montón de excrementos, yacía Tevosian. Había corrido en pos del tractor que se dirigió por aquel callejón en dirección al precipicio, levantando la tierra endurecida con sus orugas. Tevosian había corrido en pos del tractor desde el campamento mismo, disparando sobre la marcha, y desde el tractor respondieron a sus disparos, y en esa misma esquina, donde aquella noche se erguía la estatua con la jeta de sapo, le habían dado y él quedó allí, mostrando sus dientes amarillentos, enfundado en su guerrera militar manchada de polvo, excrementos y sangre. Pero antes de morir, o quizá después, él también había hecho blanco: a medio camino del precipicio, con los dedos clavados en la tierra levantada por las orugas, se veía la mole del sargento Fogel. Más adelante el tractor había continuado sin él hasta el precipicio mismo, y después había caído al abismo.

El remolque terminaba lentamente de arder en el campamento. Unas llamitas color naranja corrían por los bidones ennegrecidos por el calor, abollados y llenos de agujeros de bala, y borbotones de humo negro se elevaban lentamente hacia un cielo mate. Del montón carbonizado sobre el remolque sobresalían las piernas de alguien, y de allí brotaba aquel mismo olor apetitoso que entonces daba náuseas.

El cadáver desnudo de Roulier colgaba de la ventana de los cartógrafos. Sus largos brazos peludos casi rozaban la acera, donde yacía un fusil automático. Toda la pared alrededor de la ventana estaba destrozada por las balas, y al otro lado de la calle, abatidos por la misma ráfaga, yacían uno sobre otro Vasilenko y Palotti. Junto a ellos no se veía ningún arma, y el rostro reseco de Vasilenko conservaba una expresión de susto y asombro total.

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