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Los caballeros, entretanto, y con música de fondo, es decir, en un espacio de dimensiones infinitas favorecidas por el contrapunto, habían elaborado el retrato de un militar genial que fuera al tiempo un magistral legislador y un cauto gobernante, si bien con ciertas restricciones verbales que, aplicadas según fueron enunciadas, reducían a términos más ponderados el genio militar, el talento legislativo y la habilidad política: de semejante ejercicio imaginativo y dialéctico resultaba un Napoleón atrayente, aunque únicamente en sus líneas generales, ya que los detalles tendrían que inventarlos por su cuenta los franceses, ingleses y austríacos reunidos en una comisión prevista y de acuerdo con planes convenientemente meditados por las cancillerías con la colaboración de historiadores y poetas. Metternich, sin embargo, insistió en que el sujeto, en virtud de una mezcla de mala educación y de temperamento, fuese más impulsivo de lo conveniente, y que aunque se le concediesen cualidades excepcionales de las que le convertirían en lo que por entonces se empezaba a llamar «genio», su organización fuera de tal manera brillante y deficiente que no sólo fuese posible, al final, vencerlo con las armas tradicionales en el campo de batalla, sino con el ingenio y la cortesía en las batallas de salón. (Fue un momento, Ariadna, en que pensé en la biblioteca de Dresde.) Chateaubriand, en un inexplicable y aun hoy inexplicado rasgo de humildad, que acaso, sin embargo, formase parte de su soberbia, sugirió que se pidiese también ayuda a personas de ingenio reconocido, a cuyo cargo quedasen las anécdotas, como al pillastre de Talleyrand, que seguramente se prestaría al juego por lo que tenía de divertido y peligroso, sobre todo si se le ofrecían ganancias y se le dejaba quedar bien. «En cuanto a mí -continuó-, pienso escribir unas memorias cuyo protagonista verdadero sea Napoleón. Me considero capaz de retratarlo con el pincel más fidedigno.» «¡Un retrato en el aire!», exclamó el cónsul. Le tocó el turno a Nelson, quien puso como condición personal que el que ya desde entonces pudiera llamarse el Corso y a quien en cierto modo consideraban como una especie de corsario de la revolución fuese finalmente aniquilado por Inglaterra, o al menos por una coalición de la que correspondiese a Inglaterra el mando. «Si tanta prisa tiene de vencerla, milord, quizá esté la ocasión a mano. ¿Quién le impide decir al mundo, y, ante todo, al Gobierno de Su Graciosa Majestad, que esa escuadra zarpada de Tolón hacia el Oriente Medio la manda Bonaparte? Procure simplemente que no muera en la batalla.» Esto lo había dicho Metternich. Cuando las damas regresaron, y la condesa, como su portavoz, enumeró, con breves descripciones marginales, las cualidades amorosas y los gustos eróticos que habían considerado más idóneos al presentido y ya temido Bonaparte; sintió cada uno de los presentes (con exclusión del almirante claro, y, por supuesto, del cónsul), que un poco de ellos mismos se trasvasaba al héroe, y que lo que no era de ellos pertenecía a gente conocida: no quedaron satisfechos, pero tampoco les pareció demasiado mal. Cuchichearon al respecto el conde y el vizconde, los más afectados, con meras alusiones y referencias a maridos supuestamente implicados en los que descargaban la responsabilidad de cualquier parecido. Cuando explicó Chateaubriand a su amante que pensaba escribir sus memorias sólo para hablar en ellas de Napoleón, ella le respondió que uno puede hablar de sí mismo aunque parezca que habla de otro, y que eso precisamente es lo divertido de las memorias. «En mi caso no lo creas así -dijo el vizconde-; tengo proyectos especiales.» Nicolás, empeñado en que la inglesa llegase a comprender su opinión acerca de las diferencias climatológicas entre la Isla de La Gorgona y el Reino Unido, en demérito de este último, se supone, no se enteró de nada, salvo de que tenía cosida a pellizcos la cara exterior del muslo, y de que los pellizcos se iban aproximando a la cara interior, por la parte más alta.


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