«¡Estáte quieto, hereje! -tronó la Vieja desde su altura-; ¡no osarás tocar mi ropa con tus manos diabólicas!» Se las miró el cónsul; aseguró su ignorancia de que estuvieran excomulgadas, pero garantizó, al menos, su limpieza. «¡No nos toques! ¡Nosotras solas bastamos!», y cogió a la Muerta de una mano, la Tonta hizo lo mismo por la otra parte, y en vuelo como un salto de avecilla alicorta quedaron a la altura de todos, si bien la Tonta, al caer, enganchó el borde del halda en los pinchos de las pitas: hubo que desenredársela, su hermana le gritó que si era tonta y que no se le podía llevar a ninguna parte, y después, vuelta hacia los presentes y bien alumbrado el rostro, que parecía de palo carcomido, le preguntó al cónsul que si habían interrumpido la orgía o si no había comenzado aún. «¡Señora mía, la encuentro un poco exagerada de palabra! Un grupo escasamente numeroso que se reúne a cenar y a escuchar música. Todos amigos, personas de importancia, condes, vizcondes y almirantes por lo menos, lo que se dice una cena de la