A distancia, sin fijarse demasiado, y como resultado de los efectos de la luz, la Vieja componía una figura, por lo pronto, arrogante, y, a un segundo vistazo, de gran resultado teatral. El resplandor de las alhajas enmarcaba la vejez, y el corte de la ropa, la irregularidad del esqueleto. Por su parte, el señor Algernon Smith, únicamente un poco despeinado, pero sumiso siempre a los consejos y el buen ejemplo de su lejano amigo Brummell, de quien recibía regularmente misivas como leyes, daba la réplica a la Vieja a la misma altura de elegancia y apostura, y hasta puede decirse que el despeinado (sólo un mechón encima de la frente), colaboraba al efecto general; y en cuanto a la lengua que hablaban, la de la Vieja sonaba como había sonado en las naumaquias y otras fiestas navales de la Señoría, y, antes aun, en salones romanos especialmente favorecidos por la Curia: como un oboe que se hubiera cascado en las resonancias últimas. Por lo que al cónsul respecta, todo el mundo conocía su dominio del italiano, y admiraba las delicadezas que podía sacar a sus vocales aplicándoles la pronunciación de Oxford. De modo que, como espectáculo, y haciendo caso omiso de la Tonta y de la Muerta, que, quizá prudentemente, se habían detenido en las lindes de la luz, pero que no por eso dejaban de participar en el conjunto con su cara de Arlequín inmóvil una, con su baba de arañitas oscuras, otra; el espectáculo, digo, no resultaba mal, aunque un purista hubiera empujado hacia las sombras a la Tonta y a la Muerta. El almirante Nelson era de éstos. Su mirada avezada a lejanías marítimas, no tardó en descubrir las arañas que, a partir de los labios de muñeca, se ejercitaban en acrobacias, pendientes de su propia secreción y balanceándose en ella. Y comprendió también que aquella cara inmóvil, coloradita y mofletuda, no era de carne viva. Su mano acariciaba la pistola escondida en la faja, y tenía que reprimir el ansia de sacarla y disparar, deseos sin embargo acuciados por lady Hamilton, que decía: «¡Es horrible, esa baba de arañas! ¡Saca la pistola, y mátala!»; pero él la contenía rodeándole la cintura y acercándola un poco: con lo que aquella mano solitaria quedaba lejos del arma, y entretenida, pero volvía a soltarse: como que aquella noche la culata de nácar compitió en seducción y atractivo con el culo de la dama. Flaviarosa se había acercado a Agnesse y le sopló al oído: «Ésas vienen de espías en comisión. Es a mí a quien buscan». «Pero me encontrarán a mí, y ¿qué voy a hacer después?» «A usted no le alcanzan las leyes de la Isla, y siempre le queda el recurso de marcharse; pero yo me vería en dificultades si alguien me acusa ante el tribunal de los Doce. Ni siquiera mi padre podría ayudarme dignamente: haber venido aquí fue una insensatez, aunque me haya divertido, aunque no llegue a arrepentirme de verdad. Lo que ahora quiero es un chal.» «La condesa de Lieven tenía uno, el del chorro de oro.» «¿Para que Júpiter me deje embarazada? También me sirve un mantel. ¿Puede agenciarse uno de la mesa sin que se note mucho?» Lo hizo Agnesse discretamente. Con el mantel se cubrió Flaviarosa la cabeza y se embozó hasta el labio inferior: quedaban asediados por el blanco el negro del antifaz y el rojo de la boca; cuanto a los ojos, hundidos en la penumbra, no se veían, aunque resaltase el brillo.