4. – Estabas silenciosa, Ariadna, y con la mirada quieta. Me pareció que de aquel hogar luciente emanaba una especie de encanto que se había apoderado de ti y te retenía. Me lo pareció, pero no siempre el parecer es cierto, de modo que bien pude haberme equivocado. Sin embargo, como entonces lo creía, me alegré. Hubiera comentado lo que acabábamos de presenciar, pero me entró el temor de que así se rompiese el sortilegio y de que se te ocurriera retirarte a tu cuarto, puesto que lo fundamental, aquello que perseguías, había acontecido ya. Necesito confesarte que me sentí satisfecho de mí mismo, y llegué a creerme capaz de fascinarte en medida mayor que el propio Claire, pero fue una ilusión transitoria, rápidamente desvanecida: ya lo verás. Tenía aún en las manos, eso sí, las riendas del milagro, y me dispuse a seguir conduciéndolo, al menos mientras ardiesen en llamas azules y rojizas, tiernas y temblorosas, los leños casi consumidos. Sucedió que, de pronto, se dio por concluido el tema de Napoleón, tras algunos acuerdos acerca de la manera de continuarlo, y tomó el cónsul la palabra (después de despedir a los criados) para anunciar que lady Hamilton se disponía a representar un cuadro plástico de argumento mitológico: los colocó a todos delante de una especie de escenario enmarcado por columnas de mármol y techado de enredaderas que hundían sus raíces en barricas orondas y encaladas. Al escuchar el anuncio, lady Hamilton había emitido unos sonidos repetidos y en cierto modo articulados, algo así como «¡Oh, oh, oh, oh!», seguido de «¡Yes, yes, yes, yes, yes!», y empezó a desentenderse de Nicolás, cuyo muslo derecho descansó, finalmente. Habló al oído de Nelson, éste con Algernon, y éste con Flaviarosa, quien, sin quitarse el antifaz, ¡oh, dichoso antifaz!, anunció en italiano, en francés, en inglés y en alemán, que la dama anglosajona iba a representar el nacimiento de Venus (ella dijo Afrodita), una mañana de mayo, en algún lugar remoto del Mediterráneo Oriental. La vieron esconderse, a lady Hamilton, detrás de las enredaderas, y un poco se amparó en una de las columnas, y por la ropa que iba cayendo, los presentes adivinaban el alcance de su desnudez: hasta que su túnica verde empezó a moverse en el suelo, y a ondular en el aire, como olas de la mar tranquila, y de ellas emergió con lentitud e inocencia una figura en pelota que todos recibieron como la diosa del amor sin la menor objeción, audible al menos: aprobada en cambio con el entusiasmo de Nelson, aunque lo disimulase y tratase de resumir en una sonrisa displicente, de la mejor escuela británica. Todos mantenían la vista puesta en aquel cuerpo casi luminoso, mas no tanto que no advirtiesen cómo, en el cielo, el astro homónimo cooperaba al milagro con estremecimientos casi sonoros, y el espacio teatral cobraba así, de hecho, dimensiones de cálculo difícil. «¡Qué cara de inocente pone esa puta!», dijo, a Marie, Dorotea. «¡Es su mérito mayor!», le respondió la princesa, y fue la primera en aplaudirla. Lady Hamilton fue besuqueada por sus amigas de aquella noche cuando, vestida ya, se reintegró al grupo. Le interrogaron acerca de la emoción sentida en el momento del nacimiento pero como la respuesta excediera de sus capacidades mentales se limitó a responder «¡Excúsenme!». La gente, en general, quedó decepcionada, pero nadie lo dio a entender. Sin embargo, después de un cuchicheo breve, y como quien responde a un reto, la condesa anunció que ella y Marie representarían el conocido episodio jupiterino de Leda y el cisne, tan rico en consecuencias históricas, como es sabido, y de tantas maneras interpretado. Hubo algunos aplausos y gran expectación, sobre todo por parte de quien, como Chateaubriand, se interesaba tanto por las divinidades. Se escondieron. Salió Leda desnuda (era Marie) y se quedó en seguida adormilada en un rincón de la escena, que simulaba un jardín y al mismo tiempo, como ya queda dicho, lo era. Se oyó entonces como un solemne, aunque suave, batir de alas celestes, una verdadera música de plumas meneadas: varias constelaciones y algún astro remoto dieron cuenta también de su presencia, ¡pues no faltaba más!, agrandando hacia arriba la escena mucho más todavía, hasta escucharse música, y la condesa de Lieven entró: se servía de la túnica para imitar las alas, pero debajo de ella iba también en cueros, y era tan apropiado el movimiento de su cuello, tan acuciante la insistencia de su nariz hecha dorado pico, que Leda abrió dulcemente sus piernas y Zeus la cubrió