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Epílogo de la carta y final de las interpolaciones

1. – Hoy pasé el tiempo haciendo la maleta y el bulto de los libros. También llené una caja bien acondicionada con los varios cacharros que vinieron conmigo, y el equipaje quedó listo hacia las doce y poco. Fuera, nevaba, y en la sala de estar, frente a nuestros sillones, lucía, última vez acaso, el fuego, no sé si llamarlo ahora telón de nuestro teatrillo, aunque lo nombre así con ánimo distinto, con ya desanimado ánimo. Lo de la nieve, ya sabes, no empezó hoy, sino el día mismo de Thanksgiving

, cuando tú te marchabas, toda contenta, Jesús, qué prisa tenías y cómo con tanta prisa lo retrasabas todo y tenías que hacerlo otra vez: que si las cosas del bolso, que si el paquete misterioso que le llevabas a Claire, que si la última visita al espejo y el último retoque: por cierto que aquel día, no te lo dije entonces, no me gustó lo que llevabas puesto, aquellos colorines americanos. Te hubiera convencido de que una tez tan morena como la tuya, una tez mediterránea, no pide precisamente esos azules y rosas que hacen felices a las señoras de por aquí. ¡Las veces que nos habremos reído, recuérdalo, de la doctora Rice y de sus trajes de fiesta! Pero callé, y me alegré un poquito pensando que semejante combinación de falda, suéter y foulard (por fortuna el abrigo era oscuro) no pasaba de ser un homenaje a la memoria y a la presencia inmortal de la madre de Claire, que habrá vestido también de esa manera. ¡Oh, me dejaría cortar la mano a que la madre de Claire, el domingo de Pascua, se ponía los mismos colores y se encasquetaba un sombrero rematado de lilas, o quizá de violetas, para asistir a los oficios en la iglesita normanda de su pueblo! Yo no sé si pensar que semejante sacrificio de tu sencillez habrá sido consciente o involuntario, pero no hay duda de que influyó tu deseo de gustar, ¿verdad? A Claire, por supuesto, nunca a mí.

Pues ya estaban las maletas hechas, y los paquetes, cuando alguien silbó fuerte desde la orilla del lago, fuerte y muy repetido: uno de esos silbidos largos, inconfundibles, de apremio y dése usted prisa, de modo que salí a ver qué era, y vi en el embarcadero una pareja de jóvenes con coche, un chico y una chica, que me gritaron, silabeando, que eran los nuevos inquilinos de la cabaña, y que si hacía el favor de pasarles la barca. Tuve que hacerlo. Se presentaron no recuerdo con qué nombres. Ella, una de esas muchachas preciosas al exterior como las naranjas de California; él, un poco impetuoso. Saltaron de la barca. Sin esperarme, mientras yo la amarraba, se metieron por todos los rincones y después de haber curioseado, me preguntaron si me marchaba ya. «Mi alquiler se extingue a las doce de la noche, y son las tres de la tarde.» Entonces él me confesó, o quizá solamente me informó, mientras ella arreglaba los visillos de tu cuarto y alteraba la posición de los muebles, que habían proyectado pasar una tarde íntima de amor y porro, y que si no me marchaba aún, que al menos les dejase ocupar una de las habitaciones. Le respondí que no. Intentaba gastar el resto de las horas en el remate de este cuaderno, y no podría hacerlo con el rumor lejano de una orgía modesta. Al caballero no le pareció bien. «Estaremos aquí a las doce en punto.» «Y yo me marcharé cuando falte un minuto. «Fue puntual: al atracar mi barca cargada al embarcadero, allí esperaban los dos, manchados de la nieve los gorritos de estambre; ella, muy colorada. Ni me saludaron, ni yo, por supuesto, les deseé felicidad. Saqué del barquichuelo el equipaje; ellos se embarcaron y se fueron. Quizá haya oído reír. La noche les pertenecía a su modo; al mío, también me pertenecía a mí. (De que te cuente esto ahora, anticipadamente, puedes deducir que, durante aquellas horas, no escribí ni una sola palabra en estas páginas. Vinieron a estorbarme aquellos dos; aun habiéndome dejado solo las horas de la tarde, su paso y sus palabras habían desbaratado mi intimidad, la habían sustituido por horas de desconcierto. Me había golpeado, sobre todo, la vulgaridad de la pareja: como que él llegó a decirme en voz no demasiado baja. «Es que queríamos joder, mi chica y yo».)

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