Читаем La Isla de los Jacintos Cortados полностью

«¿Por qué no me presentas a estas personas? Los caballeros son muy lucidos, y las damas parece que también, aunque unas más que otras. Esa de blanco, por ejemplo, tiene la nariz un poco grande y su cuello excede unas pulgadas de lo estrictamente necesario. No me gusta.» «La dama a quien se refiere es la embajadora en Londres del zar de Rusia.» «¿Y ese que está con ella es el embajador?» El cónsul esbozó un aspaviento. «Se sienta casualmente junto al conde de Metternich. Ya sabe usted, el primer diplomático de Viena. Gente importante toda.» De los labios de la Muerta colgaba ahora una araña algo más grande. Lady Hamilton reprimió un grito. «¡Mira, please

, Horacio! ¡Mira la boca! ¿No es de verdad espantosa?» «No lo es aún, amor mío. Es una araña inofensiva.» «¡Yo gritaría si la sintiese en mi cuerpo, gritaría como si un ángel me mirase!» «No es un ángel, amor; es una araña de una especie común.» «¿Y aquélla?», la Vieja señaló a Marie. «Una princesa de incógnito, a quien custodia el señor vizconde de Chateaubriand. Tratan de restaurar a los Borbones.» «¡Ah, eso es muy bueno, ya lo creo que es bueno; pero, para lograrlo, no parece indispensable que estos señores duerman juntos. Y ese tan alto y rubio debe ser el de los barcos, ¿verdad?, ese inglés… Lo he espiado estas noches que lleva viviendo en el albergo y es un cochino, lo mismo que los otros. ¡Adúlteros, todos adúlteros!» «¿Y tú por qué no te callas, Fulvia Espartana, que no eres más que una puta resentida a fuerza de vejez? ¡Dos mil años pecando en todas las camas de Italia con todos los italianos y todos los invasores! Tú sola, tú, podías contar la Historia desde los tiempos de Julio César, la Historia vista por una profesional de la Suburra. ¡Cállate y vete con tus hermanas al diablo!» La Vieja había quedado paralizada al escuchar la perorata que Flaviarosa, con impostada voz y disimulo en las sombras, le había dirigido. «¿Quién eres tú, que eso sabes?», pudo preguntar por fin. «¡La bruja que lee en los espejos el pasado y que conoce el tuyo día por día!» «¡Esa voz la conozco!», gritó la Vieja, y apuntó hacia la sombra con el dedo siniestro, pero en aquel momento se escuchó un alarido: lo había proferido lady Hamilton al descubrir en el escote de la Muerta, emergiendo del canal, un arañón enorme, como un changurro pequeño, peludo y lento, que avanzaba hacia el cuello con despliegue de artejos vacilantes. «¡Mátala!», gritó; y el grito perforó los imaginados techos del lugar y fue a clavarse, como una flecha perdida, en cualquier blanco remoto. Esta vez el almirante sacó la pistola de la faja y disparó: la bala acertó a la Muerta a la altura del entrecejo, más o menos hacia la izquierda, y le hizo el rostro pedazos, de modo que quedó al descubierto la trascara, que no era más que el nido oscuro de los artrópodos: allí se apretujaban, mínimas y enormes, de todo, intermedias también, miles de arañas. El cráneo, sin el soporte de la porcelana, se ladeó, y el cabello de la Muerta, siempre peinado, se le desañudó y desparramó como el de una doncella a quien persigue el viento: pero éstos, Ariadna, son detalles que cuento a causa de ciertas circunstancias que te recordaré después. La Vieja había también chillado al darse cuenta del crimen: había gritado «¡Asesino!», había corrido al lado de su hermana que -mal sostenida por la Tonta, muerta de miedo-, mal se aguantaba de pie -en tanto que los otros cambiaban de lugar, separados y agrupados según nuevos principios de combinación, como la incomprensión, el temor o el deseo inaplazable de decir algo. «¡Asesino! ¡Tenías que ser inglés!», con lo que la Vieja intentó expresar, de un golpe, un sentimiento general de admiración, casi una idea, acerca de los británicos y de sus cualidades. Se arrodilló al lado de la Muerta, que se había deslizado con lentitud hasta quedar caída, e, indiferente a las arañas que le invadían la falda, le acarició la cabellera desparramada. Empezó a gimotear. Repetía el nombre de la Muerta. La Tonta hacía otro tanto. En el aire, antes limpio, flotaba el olor a pólvora. («Le aseguro, milord, que esto no lo habíamos previsto.»)

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