Читаем La Isla de los Jacintos Cortados полностью

Ahora estoy en mi habitación antigua, en la casa de Claire, en la que tú estuviste tantas veces, en la que has hablado tanto, y llorado. Como voy a marchar pronto, ya la contemplo con nostalgia anticipada, ya vivo con la tristeza del que le ha dicho adiós. Me interrumpo, levanto la cabeza, queda en el aire la mano con la pluma, y dejo que la mirada transite por lugares y cosas, tu asiento junto al mío y el rincón en que te refugiabas cuando venías silenciosa y un poco enfurruñada: acomodada en el suelo, con los brazos cruzados sujetabas las piernas debajo de las rodillas, y estabas a lo mejor una hora con los ojos cerrados, pero tu pensamiento se espejeaba en el rostro, a ratos sonriente, a ratos apenado. Si yo no fuera un intelectual, podría entregarme al sentimiento sin reflexión y sin crítica; al serlo, se me recuerda que a esto que estoy sintiendo se le llama fetichismo, la adoración de los objetos que otro usó, la devoción por los lugares en que vivió, ¡casi la mitad del amor! Es como si uno inmediatamente quedase descalificado, ¿verdad? Fetichismo. ¡Qué mal suena! Pero es sólo la palabra: el sentimiento es dulce y apaciguador, y, además, penetrante. Estás en estas cosas y en estos sitios y no puedo permanecer indiferente, aunque lo piense, aunque luego reflexione. Fetichismo o no, ¿qué nos importa?

Y celoso, celoso ya de un fantasma, de un recuerdo, de una ocasión, de un error. Aquel día de Thanksgiving

, después de que te fuiste, quise permanecer indiferente, como si hubieras ido a dar tus cursos un día de esos en que yo no tengo clase, en que sabía entretener la espera con el trabajo o simplemente explorando la Isla. Acaso fuese que comenzó a nevar, la nieve nuevecita, inesperada y sin embargo lógica, y yo me quedé algún tiempo a la ventana, viendo cómo caía y esperando que ya ese día, el primero, vinieran los cervatos de cornamenta mínima en busca de hojas tiernas, olvidados por el invierno. Sin embargo, semejante esperanza, y otras que le sucedieron, no pasó de subterfugio para ahuyentar temores insistentes, imágenes recurrentes, que me traían hasta mi soledad el salón de Claire y me hacían casi presente y testigo. Lo veía, lo oía todo. Era cada vez distinto, pero con el único final de que Claire te llevaba en brazos delante del retrato de su madre como delante del ídolo, y te alzaba como una ofrenda desnuda. Y a mí me parecía oír que decía, en aquel su buen inglés: «Con ella he triunfado de ti», pero también «A ti la sacrifico».

Creo que fue hacia la media tarde cuando se me acordaron la otra Isla y sus historias pendientes; pero en seguida desalojó el recuerdo, lo confinó a las habituales nieblas, la convicción de que no las necesitabas ya (como tampoco yo), de que habías tomado de ellas y de mí cuanto habías menester. Le contaste a Claire la escena en la quinta del cónsul, de la que salió inventado Napoleón, y Claire, primero sonrió y dijo algo como esto: «¡Mira qué amable! Aunque, claro, esa ocurrencia carece de valor científico y casi de interés. Cosas como ésa también yo las había imaginado; pero las descarté por insuficientes. ¿No comprendes, Ariadna, que sólo una escena a lo Shakespeare puede suplir con gracia a eso que aún ignoramos? Es evidente que la invención de nuestro amigo dista mucho de ser shakespeariana». ¡Y eso que no le habías contado la intervención final de las Hermanas Sagradas, porque estabas dormida cuando llegaron! Lo hubiera considerado, seguramente, poco respetuoso. (Pero esto que acabo de contarte no sé si es cierto; forma parte de mis suposiciones. ¡Y pensar que no sabré jamás lo que te dijo de verdad Claire, ni si se dignó decir algo! A lo mejor, al empezar tú el relato, hizo un gesto de asco delicado y sugirió que dejaras la cuestión para más tarde.)

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