Читаем La Isla de los Jacintos Cortados полностью

Y mientras el obispo llega, Ariadna, que aún tardará un poco, porque el palacio queda pasada la catedral, aquella casa tan linda que parece pensada por Bramante, mira hacia el otro lado de la mar, contempla ese patache que acaba de arribar al puerto de Palermo y que atraca al muelle tranquilamente, sencilla la maniobra. No tendrás dificultad en reconocer a Agnesse en esa muchacha que se sienta en la bancada de popa, cerquita del timón; si insistimos en observarla, veremos cómo el patrón del barco se acerca y la saluda; cómo ella le da las gracias con expresiones para el capitán Triantafilu; cómo trasladan al muelle el equipaje de Agnesse, y cómo ella misma recorre sin ayuda la pasarela y queda en el muelle, contemplada por los marineros del patache, por los ociosos, por algún pescador, y por ese caballero inglés, maduro ya, que la descubre de lejos, que la examina, que se aproxima cuando ella se ha sentado en su baúl, y que interpreta como inmensamente desolado, como dubitativo y sobre todo desalentador, su gesto y su ademán. «No soy un desconocido, signorina

. Me llamo sir Ronald Sidney.» Y ella de un salto le mira con estupefacción, con súbita alegría con imparable llanto; parece sin embargo que en tales lágrimas fuera a realizar la metáfora tópica que las convierte en gemas, aunque no perlas, sino más bien diamantes, por las chispas de luz del arcoiris que el sol les arrancaba. Se echó en sus brazos y respondió: «¡Es milagroso, señor, es increíble!» y recitó en inglés el primer verso de la melodía tercera, el que le vino a las mientes. Y sir Ronald, impecable, la recibió en su pecho, besó su frente (quizás como exploración), y respondió a un verso con otro verso, aquel de la melodía VII que dice, más o menos: «¿Qué viento fue el que movió tu nave hacia mi corazón? ¿Qué buscas a mi lado?». A Agnesse le pareció, entonces, que la mejor respuesta era besarle en la boca. De modo que con esto atamos un cabo más, y finiquito. El resto de la historia de Agnesse y de sir Ronald es lo que se conoce, más o menos; corregida en el detalle de que no fue sir Ronald quien se sentó en el baúl, corregida en algún detalle más, hay varios eruditos empeñados en despojar el idilio de las mentiras y adherencias acumuladas por Agnesse en su correspondencia: no creía la verdad suficiente y procuró completarla. Aunque con esto no acuso a Agnesse: cuando se sepa toda la verdad del encuentro y de todo lo demás, una vez cotejada con la mentira, ésta será probablemente más importante y, sobre todo, más verosímil.

Pues ahí tienes ya al obispo, y sin maniatar, porque no opuso resistencia a la orden del ministro. Se limitó a que le acompañase su secretario y familiar, ese clérigo espigado y de verdosa tez como las aceitunas napolitanas, al que alguna vez hemos entrevisto, ése que parece una espingarda y tiene el mirar tenebroso. ¿Sabes que es la mismísima persona a quien yo había prometido en Nueva York una visita, el conde Cagliostro, José Bálsamo, Gran Maestre Universal de Rosa-Cruz y por tanto poseedor del secreto de la inmortalidad, o, por lo menos, de la vida longa, pues subsiste? Lo habíamos olvidado, como tantas cosas más. ¡Ay, Agnesse, no se debe escribir una carta de amor cuando se tiene que inventar una novela! Ahora no queda tiempo para contarte las razones por las que está disfrazado de cura y en función de familiar del obispo de La Gorgona, pero puedo al menos aclararte que todo se relaciona con el tesoro del Temple, que nadie sabe si está debajo del castillo, o en las mazmorras de un convento, o en una gruta excavada en las rocas del mar.

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