Los habían dejado en la antesala, cerca del ventanal, y ellos, silenciosos, contemplaban la ría y sus afanes, la descarga del bergantín que había llegado, la carga de la goleta que iba a zarpar. El obispo señaló las velas de un brik-barca que enfilaba la bocana, y el familiar le respondió que eran hermosas. El Obispo comentó: «A lo mejor, parte para las Indias Occidentales». «Ahora todo el mundo quiere marchar a las Indias Occidentales. Dicen que allí se es libre.» El obispo suspiró, el familiar siguió con la mirada las velas. Abrieron una puerta detrás: ellos no se movieron. Una voz advirtió que Su Excelencia esperaba, y ellos entraron en el despacho de Ascanio, el obispo delante, el familiar pisándole los talones, reverencia va, reverencia viene, los sombreros en la mano, las capas recogidas. Y sonrisas desde lejos. Ascanio quedaba al fondo, detrás de la mesa enorme, de los papeles, del Crucifijo de marfil: de pie, tranquilo ya, como quien se ha desahogado haciendo barbaridades, si bien las suyas no hubieran alcanzado las de Aquiles en cólera, ni las de Orlando en furia, sino que todo se le había ido en palabras, aunque, ¡caray! Los eclesiásticos se aproximaron con pasitos, con modales de eclesiásticos, y volvieron a saludar ya más cerca, con reverencias asimismo eclesiásticas, e iban a sentarse a la manera eclesiástica, pero como el ministro no mandó que lo hicieran, se sintieron de pronto desairados, sobre todo el obispo, con el cuerpo doblado ya y el gran culo episcopal encima del asiento; pero no llegaron a romper la compostura eclesiástica. El familiar resolvió la situación rogando a Su Ilustrísima que se sentase, y el ministro no se atrevió a prohibirlo, pero quedó de pie, de manera que el familiar no tuvo más remedio que imitarle. Sin embargo, quien quedaba en la posición peor fue el obispo: lo comprendió al sentirse interrogado, interpelado, desde arriba, desde la posición más fuerte, por la voz, por la mirada, por el ademán de Ascanio. «Señor obispo, hace ya tiempo que se envió a Roma un propio con una carta.» «Roma, señor ministro, es cauta en las respuestas, y por supuesto, demorada. En Roma no se acostumbra a improvisar.» «Señor obispo, Roma actuará como eterna que es, pero la vida de los hombres acaba pronto, y necesitan de soluciones rápidas.» «Las respuestas de Roma, señor ministro, sientan doctrina, Su Excelencia no lo ignora. Tienen que redactarlas escrupulosamente fundamentadas.» «Y en buen latín, ya lo sé; en el mejor latín posible, para que no haya dudas. Pero, señor obispo, por esperar la respuesta de Roma perdí a la mujer que amaba.» «Señor ministro, ante cuestiones de doctrina, Roma no puede tener en cuenta los casos particulares más que como lo que son. En su nombre, sin embargo, deploro pérdida tal, y recomiendo a Su Excelencia resignación cristiana.» «Señor obispo, usted, lo mismo que yo, ha contemplado a los hermosos dioses antiguos, a los llamados falsos, esos que no existieron nunca, tan vivos como nosotros mismos. A partir de aquel día, yo no sé si usted dejó de creer en la Iglesia, pero puedo asegurarle que todos cuantos los vieron han perdido la fe, si no fueron los griegos, si acaso, que esos hallaron a tiempo el modo de creer en los viejos y al mismo tiempo en el nuevo, pero lo hallaron también para seguir pecando sin miedo a condenarse.» «Reconozco, señor ministro, que la situación es confusa, y lamento no disponer aún de medios para aclararla. Pero un día dirá Roma la última palabra…» «Cuando ya todos hayan muerto, ¿verdad?» El obispo ocultó modestamente la sonrisa: «Muy posible, señor ministro. La fecha de la muerte es un misterio insondable». «Salvo en el caso de los condenados, que de ésos se conoce la hora en punto.» «¡Pero Dios se apiadará de ellos, como de todos nosotros!» Ascanio le respondió a esto último con un mohín de la boca que lo mismo quería declarar conformidad que indiferencia. «Pues yo, señor obispo, no sé qué pensará hacer la gente de este pueblo, ni me importa, porque pronto dejaré de meterme en eso, pero sé lo que voy a hacer yo. Por lo pronto, entraré en el convento de las Clarisas y violaré a unas cuantas novicias de cuya hermosura se hace lenguas la gente: con absoluta tranquilidad de conciencia, porque no es pecado. Los dioses lo autorizan con su ejemplo». El obispo representó con bastante habilidad la escena del espanto. «¿Será capaz, señor ministro, de ultrajar de ese modo a las novias del Señor?» «Señor obispo, hemos visto a Poseidón y Anfitrite amarse impunemente encima de las aguas…» «Podían ser demonios, señor ministro. ¡Las tretas del Maligno son imprevisibles y absolutamente originales! Me atrevo a pensar que la respuesta de Roma, cuando llegue…» «No la puedo esperar, señor obispo. El hambre de mi revancha no admite tregua. Fui casto por temor al infierno y perdí la ocasión de ser feliz. Ahora pienso cobrarme, al menos, en placer. No necesito decir que expulsaré de la Isla a los clérigos, a los frailes y, con el mayor respeto, a Su Ilustrísima. Y que enviaré un embajador a la República Francesa.» El obispo pegó un salto en el asiento, absolutamente sincero, y el terror se le pintó en el gesto. «¡Señor ministro, no hará eso! ¡A la República Francesa, no! Señor ministro, ¿se da cuenta de lo que pesan esas palabras de Libertad, Igualdad y Fraternidad? En ese mundo de ateos ni usted ni yo tendremos sitio.» «Yo sí, señor obispo. Convocaré un Parlamento, haremos una Constitución…» «¡El acabóse, señor ministro, el acabóse!» El obispo miraba compungido un poco más arriba del Crucifijo que tanto miedo había puesto en el alma de Agnesse, tiempo atrás, el día de su llegada; miraba hacia un punto neutro en el que acaso estuviera el remedio de la catástrofe. Y sobrevino un silencio suspirado tras del cual se esperaban, de una parte o de otra, palabras levantadas, definitivas, tajantes. Pero el que tajó fue el brazo escuálido, fue la mano larga y oscura de Cagliostro. Interpuso, brazo y mano, entre las Dos Espadas y dijo: «Me parece, señor obispo, señor ministro, que el punto de partida es un error. Si se me permitiera decir unas palabras, acaso lograríamos ver claro y llegar a un acuerdo». Ascanio le sonrió: «Mi decisión está tomada, pero para que no se diga…». Cagliostro le hizo una breve reverencia. «No esperaba otra cosa de la cortesía proverbial de Su Excelencia, de la que se hacen lenguas hasta los condenados a muerte. Pues bien, quiero ser breve y claro. Acaso el señor obispo, acaso el señor ministro, no hayan jamás oído hablar de Messmer.» El ministro y el obispo se miraron. «No. No oí jamás ese nombre.» «Ni yo tampoco.» «¡Desventajas de no viajar, excelentísimos señores! El doctor Messmer ha demostrado a satisfacción de la Academia Francesa, hace ya lustros, cuando en París vivían reyes y reinas, la existencia de ciertos fluidos naturales capaces de provocar en las personas estados que llamaremos de sugestión, pero también de hipnotismo, que es la palabra apropiada: Hacer ver lo que no existe, por ejemplo, y que el sujeto lo crea.» «¿Va usted a decirnos que he visto a Anfitrite y a Poseidón porque estábamos sugestionados?» «A eso aspiro, Excelencia, pero no con palabras. El efecto de esos fluidos puede operar sobre personas aisladas, pero también sobre colectividades, y hacerles ver…» Esta vez fue el obispo quien interrumpió con lujo de aspavientos: «¡Pero es una herejía, padre! Si lo admitimos, ¿quién va a creer en milagros? Todo el mundo dirá que son casos de sugestión colectiva». «Todavía no sabemos lo que dirá la gente, ni siquiera lo que dirá la Iglesia cuando llegue el caso. Me limito a proponer a Su Excelencia que nos conceda una tregua… digamos de un par de días. Pudiera suceder que una nueva situación inexplicable sobreviniera; tengo, al menos, mis motivos fundados para esperarlo, a causa de ciertas señas en los vuelos de las aves y en los cercos de la luna… En fin, como la cosa es urgente, no da tiempo a entrar en grandes explicaciones, que, de ser necesarias, se darán después. Pero suplico a Su Excelencia que aplace por unos días, dos o tres, el asalto al convento y la violación de las novicias, en la que, de todos modos, tardaría algún tiempo. Si después de lo que suceda no se queda satisfecho, el propio señor obispo le franqueará las puertas del cenobio.» El obispo miró al familiar con sorpresa y algo de incomprensión. «Sí, Ilustrísima, me tomo la libertad de hacer esa promesa, que es también compromiso, en la seguridad de que las puertas de Santa Clara permanecerán cerradas a la lujuria, como lo están ahora.» «¿Tanta fe tiene usted en sí mismo?», le preguntó el ministro; y esperó la respuesta con la misma ansiedad que el eclesiástico. «En mí, ninguna. Pero en la ciencia y en quienes la poseen…» El señor obispo se estremeció y, al mirar a los ojos de Ascanio, advirtió algo que podía interpretarse como una coincidencia. «¿No huele eso a azufre?» «Si es ésa la última palabra de la autoridad eclesiástica, entonces, señores, podemos ir paseando ya hasta el convento de Santa Clara.» El obispo cruzó las manos e inclinó la cabeza. «¡Confío en el Señor, confío en el Señor!» Una pareja de palomas había venido volando hasta el alféizar del ventanal. Eran grises y buchonas. El macho buscaba el pico de la hembra, la hembra lo dejaba buscar. Caía el sol vertical del mediodía y el aire sofocaba. Ascanio Aldobrandini ofreció a los clérigos unas copas de vino frío. Ellos las aceptaron. Al levantar la suya, el obispo observó que en las oscuras pupilas de Cagliostro, navegaban solemnes tres navios de guerra.