George y Maurine eran los únicos que llevaban la cuenta exacta —así lo creían al menos— de los días y los meses. Los otros se contentaban con observar la posición del sol y el aspecto de las plantas. Ish confiaba orgullosamente en sus métodos científicos, y cuando comparaba sus notas con el calendario de George no encontraba nunca más de una semana de diferencia, y esto quizá, pensaba, por algún error de George.
Poco importaba una semana más o menos para las semillas de maíz. Pero la estación estaba ya demasiado avanzada. El frío impediría la germinación. Era mejor esperar a la primavera próxima.
Sin embargo, Ish empezó a buscar en seguida un campo soleado. Joey lo acompañaba y juntos discutían gravemente la orientación, la naturaleza del suelo y los métodos que emplearían para proteger los sembrados de las bestias salvajes. En realidad, aquella región era la más mala que uno pudiera imaginar para cultivar maíz. La variedad adaptada al valle seco y cálido de Río Grande no se aclimataría quizás a los veranos frescos y brumosos de los alrededores de San Francisco. Ish no se había ocupado nunca de cuestiones de agricultura y ni siquiera de jardinería. No tenía más que unos conocimientos teóricos, propios de un geógrafo. Recordaba cómo se forman las vainas y quernoidos y creía poder reconocerlos, pero eso no lo convertía en un agricultor. En la Tribu no había ningún granjero, aunque Maurine se había criado en una granja. La circunstancia de que todos fueran gente de ciudad ya había afectado notablemente la vida de la Tribu.
Un día —ya había pasado una semana y el recuerdo de Charlie y el roble empezaban a borrarse—, Ish y Joey volvieron a San Lupo con la alegría de haber encontrado un campo que les parecía conveniente. Em los esperaba en el porche, e Ish tuvo en seguida el presentimiento de una desgracia.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Oh, nada grave —dijo ella—. Así lo espero al menos. Bob no se siente muy bien.