—No sabemos si tiene realmente esas enfermedades. Y no tenemos médicos que puedan comprobarlo. Quizá se curó hace tiempo, o es un jactancioso. Conocí hombres como él.
—En efecto —dijo Ezra—. No hay doctores, y nunca podremos estar seguros. Hasta podemos pensar que se jacta tontamente. Pero no hay pruebas. Por mi parte, creo que está realmente enfermo. Camina lentamente, como si sufriera.
—Parece que las sulfamidas son eficaces —observó Ish, que deseando ser justo trataba de ahogar su secreta alegría.
Se volvió hacia George y vio consternado horror y disgusto en sus ojos. George, el ciudadano de la clase media, cargado de prejuicios contra las enfermedades venéreas. George, el diácono, que recitaba los versículos de la Biblia sobre los pecados de los padres.
Em habló otra vez.
—Pregunté qué ley —dijo—. En los viejos libros hay muchas leyes, pero no rigen ya. En la ley antigua, como dijo George, se esperaba a que alguien cometiera un crimen, y luego se lo castigaba. Pero el mal ya estaba hecho. ¿Podemos asumir esa responsabilidad? Hay que pensar en los niños.
El argumento era irrefutable. Todos guardaron silencio, hundidos en sus pensamientos.
Em no habla en nombre de una filosofía, pensó Ish. Piensa en los niños, un caso particular. Sin embargo, quizás hay en ella algo más profundo que una filosofía. Es la madre, y defiende la vida.
El silencio les pareció muy largo, aunque sólo había durado unos pocos minutos. Ezra fue el primero en hablar.
—Estamos aquí, cruzados de brazos, y el problema es urgente. Habría que actuar. —Añadió como si pensara en voz alta—: En aquellos días vi, sí… vi morir a mucha gente buena. Estoy casi acostumbrado a la muerte… aunque no, no del todo.
—¿Y si votásemos? —propuso Ish.
—¿Qué? —preguntó George.
Hubo otra pausa.
—Podríamos echarlo —dijo Ezra—, o… lo otro. No podemos encerrarlo. No hay mucho que elegir.
Em decidió rápidamente la cuestión.
—Podemos votar expulsión o muerte.
Había papel en los cajones del escritorio. A los niños les gustaba dibujar. Em encontró cuatro lápices. Ish cortó una hoja de papel en cuatro trozos, se guardó uno y dio los otros a sus compañeros. Pensó que eran cuatro y podía producirse un empate.
Tomó su papel, escribió una E, y se detuvo.
Ish tenía aún el lápiz suspendido sobre la letra E. Sabía muy bien que el destierro de Charlie no resolvería el problema. Charlie volvería; era un hombre fuerte e insidioso capaz de conquistar a los jóvenes. ¿Qué me pasa?, se preguntó. ¿Temo aún perder mis privilegios? ¿Temo que Charlie me reemplace? No estaba seguro. Pero sabía que la Tribu se encontraba en un peligro real que amenazaba su existencia. Sabía en fin que el amor a sus hijos y nietos, su responsabilidad, le quitaban toda posibilidad de elección. Tachó la E y escribió la otra palabra. Las seis letras parecían brillar sobre el papel blanco. ¿Era justo? Al escribir esa palabra, ¿no resucitaba la guerra, la tiranía, el abuso de autoridad, enfermedades más graves que todas aquellas que Charlie podía transmitir? ¿Por qué no esperar? ¿Por qué no reflexionar?
Tomó el lápiz para tachar la palabra, pero se detuvo. No, a pesar de todos sus escrúpulos, no la tacharía. Si Charlie cometía un crimen, nadie dudaría en castigarlo con la pena capital, y sin embargo no harían más que seguir las convenciones del pasado. Ojo por Ojo, diente por diente. Ejecutar al asesino no devolvía la vida a la víctima, era una simple venganza. Para ser eficaz, el castigo debía preceder al crimen.
¿Cuánto tiempo había pensado? Advirtió de pronto que estaba mirando su papel y que los otros esperaban. Al fin y al cabo, él era una sola voz. La mayoría estaría quizá contra él. Habría cumplido su deber y Charlie sería desterrado, simplemente.
—Dadme los papeles.
Los puso sobre el escritorio. Y cuatro veces leyó, en voz alta: