Una mosca le zumbó en la nariz y la apartó con un nerviosismo que no le era habitual. Josey llamó. La cena estaba servida.
Una semana más tarde, la enfermedad había extendido sus dominios. Dick, que había acompañado a Bob en la expedición, fue la segunda víctima. Luego cayeron Ezra y cinco niños. Teniendo en cuenta el número de miembros de la Tribu, la proporción de enfermos era aterradora. Se había declarado —Ish estaba seguro ahora— una epidemia de fiebre tifoidea.
Algunos de los adultos habían sido vacunados en los viejos días, pero la inmunidad debía de haber cesado hacía tiempo. Nada preservaba a los niños. Antes la fiebre tifoidea había sido combatida sobre todo con medidas profilácticas. Una vez que se declaraba la enfermedad, había que resignarse.
La explicación era bastante simple, pensó Ish. Charlie, hubiera tenido o no otras enfermedades, había traído por lo menos el bacilo de Eberth. Había tenido la fiebre tifoidea hacía un tiempo o recientemente, nunca se sabría. No tenía, por otra parte, ninguna importancia.
Era indudable, por lo menos, que Charlie, hombre poco limpio, había comido con los muchachos una semana. Luego, las letrinas al aire libre y las moscas habían favorecido la infección.
Se acostumbraron a hervir el agua. Quemaron las viejas letrinas y taparon los pozos. Pulverizaciones con DDT acabarían con las moscas. Pero estas precauciones llegaban un poco tarde. Todos los miembros de la Tribu habían estado expuestos ya a la infección. Los que se mantenían aún en pie gozaban de una inmunidad natural, o bien la enfermedad incubaba en ellos y en cualquier momento se declararía con todas sus fuerzas.
Todos los días aparecían nuevos casos. Bob, ahora en la segunda semana de la enfermedad, deliraba mostrando el sombrío camino que seguirían los otros. Los que no habían caído en cama estaban agotados por el esfuerzo de cuidar a los enfermos.