Читаем La Tierra permanece полностью

Una mosca le zumbó en la nariz y la apartó con un nerviosismo que no le era habitual. Josey llamó. La cena estaba servida.


La desaparición del hombre no había amenazado la existencia de la mosca doméstica, que no estaba irrevocablemente atada, como el piojo, a la suerte de los seres humanos. Como la rata, el ratón, la pulga y la cucaracha, esta habitante de las moradas del hombre sufrió sin duda los rigores del destino. Murieron centenares, millares de sus hermanas. Pero al fin sobrevivió.

Pues, como ese señor al que el príncipe Hamlet llamara «mosca de agua», la mosca disfrutaba de «la Posesión del lodo», aunque no hay referencia aquí a tierras y dominios, sino al lodo en sentido propio y figurado. Así la Biblia del rey Jaime declara recatadamente que Ahod golpeó al rey Eglon en el vientre y «salió el lodo». De modo que aunque el hombre hubiese desaparecido casi totalmente, la mosca doméstica no corría peligro mientras hubiera animales. Sus larvas se alimentaban de excrementos, como las serpientes se alimentan de ratas; los pájaros, de insectos, y los hombres, de la carne de los animales.

Sin embargo, cuando el hombre se eclipsó, los días fueron duros. En los patios de las granjas no había festines abundantes como los dones del Nilo. Ya no había letrinas descubiertas, ya no había innumerables sumideros colmados de basuras y desperdicios. Sólo, aquí y allá, unos pocos excrementos permitían que la mosca común pusiera sus huevos, criara sus larvas y lanzara a la ventura sus cohortes de zumbantes e infatigables viajeras.


Una semana más tarde, la enfermedad había extendido sus dominios. Dick, que había acompañado a Bob en la expedición, fue la segunda víctima. Luego cayeron Ezra y cinco niños. Teniendo en cuenta el número de miembros de la Tribu, la proporción de enfermos era aterradora. Se había declarado —Ish estaba seguro ahora— una epidemia de fiebre tifoidea.

Algunos de los adultos habían sido vacunados en los viejos días, pero la inmunidad debía de haber cesado hacía tiempo. Nada preservaba a los niños. Antes la fiebre tifoidea había sido combatida sobre todo con medidas profilácticas. Una vez que se declaraba la enfermedad, había que resignarse.

La explicación era bastante simple, pensó Ish. Charlie, hubiera tenido o no otras enfermedades, había traído por lo menos el bacilo de Eberth. Había tenido la fiebre tifoidea hacía un tiempo o recientemente, nunca se sabría. No tenía, por otra parte, ninguna importancia.

Era indudable, por lo menos, que Charlie, hombre poco limpio, había comido con los muchachos una semana. Luego, las letrinas al aire libre y las moscas habían favorecido la infección.

Se acostumbraron a hervir el agua. Quemaron las viejas letrinas y taparon los pozos. Pulverizaciones con DDT acabarían con las moscas. Pero estas precauciones llegaban un poco tarde. Todos los miembros de la Tribu habían estado expuestos ya a la infección. Los que se mantenían aún en pie gozaban de una inmunidad natural, o bien la enfermedad incubaba en ellos y en cualquier momento se declararía con todas sus fuerzas.

Todos los días aparecían nuevos casos. Bob, ahora en la segunda semana de la enfermedad, deliraba mostrando el sombrío camino que seguirían los otros. Los que no habían caído en cama estaban agotados por el esfuerzo de cuidar a los enfermos.

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