Читаем La Tierra permanece полностью

—Sí, hace cinco días —dijo Em.

Y en sus labios se formó un nombre, e Ish comprendió antes de haber oído. Joey.

¿Para qué seguir viviendo? El resto importaba poco. ¡El elegido! Los demás podían haber muerto; sólo él era capaz de llevar la antorcha. ¡El hijo prometido! Ish, inmóvil, cerró los ojos.

9

La convalecencia de Ish duró varias semanas. Recuperaba lentamente las fuerzas, pero había perdido el gusto de vivir. El espejo le mostró unas estrías grises en el pelo. ¿Soy viejo ya?, se preguntó. No, no eran los años. Pero nunca sería el de antes. Había perdido el coraje y la confianza de la juventud.

Había tenido siempre el orgullo de ser sincero consigo mismo y mirar la vida de frente. Advertía ahora que evitaba pensar en ciertos temas. Un resto de debilidad, sin duda. Pasaría un tiempo, y seguiría adelante.

Otras veces —y eso lo asustaba— se negaba a admitir la realidad. Hacía proyectos como si Joey aún estuviese allí, refugiándose en un mundo de fantasías. Siempre había tenido esa tendencia, y así había podido soportar la soledad después del Gran Desastre. Ahora la realidad le parecía demasiado inhóspita. Recordó un verso de sus lecturas de aquellos años:

Nunca más la confianza feliz de la mañana.

Sí, nunca más. Joey se había ido, y la sombra de Charlie pesaba sobre la Tribu, y había nacido el imprescindible Estado, con la muerte en las manos. Y todos sus proyectos, nacidos en la alegría de la mañana, habían fracasado. ¿Por qué? Cansado, se refugiaba entonces en los sueños.

Cuando pudo pensar con más calma, sintió amargamente la ironía de la vida. Las desgracias esperadas no llegan nunca. Y los planes mejor concebidos no pueden impedir una imprevisible catástrofe.

Estaba solo la mayor parte del día. Había otros enfermos, que cuidaba la agotada Em. Le hubiera gustado hablar con Ezra, pero su amigo no había dejado la cama. Excepto Em y Ezra, ahora que Joey se había ido, no deseaba ver a nadie.

Una tarde Ish despertó de su siesta y encontró a Em sentada a su cabecera. La miró con los ojos entornados, fingiéndose dormido. Parecía fatigada, pero ya no con aquel cansancio indecible de hacía un tiempo. Aunque triste aún, había recobrado la serenidad. Em no conocía la desesperación. E Ish no buscaba ya el miedo en su rostro.

Em alzó la cabeza, vio los ojos abiertos de Ish, y sonrió. Había llegado el momento, comprendió él, de enfrentar la realidad.

—Quiero hablarte —dijo con una voz que era apenas un soplo, como si aún estuviese dormido.

Hubo una pausa.

—Sí —murmuró ella—. Estoy aquí… Habla… Estoy aquí…

—Quiero hablarte —repitió Ish sin atreverse a empezar.

Se sentía pequeño y humilde, como un niño asustado que antes de interrogar a su madre trata de animarse y alejar los temores. Pero ya no era un niño, y temió que ella no pudiese devolverle la paz.

—Quisiera hacerte algunas preguntas —balbuceó—. Cómo…

Se interrumpió otra vez.

Em le sonrió, apenada por su debilidad, pero no le pidió que postergaran la conversación.

—Sí —dijo Ish desesperadamente—. Sé qué piensan George y los otros. Oí algo, a pesar de la fiebre. ¿Es… es un castigo?

Miró a Em y por vez primera en el curso de aquellas semanas vio miedo en su rostro, o una sombra de miedo. Le he hecho daño, pensó Ish con terror. No obstante, tenía que seguir, o un muro de dudas y mentiras se alzaría entre ellos.

—Ya sabes lo que quiero decir —continuó—. ¿Es porque matamos a Charlie? ¿Dios nos castigó? ¿Ojo por ojo, diente por diente? ¿Por eso todos… y Joey…? Quizá se sirvió de Charlie como instrumento para manifestarnos su cólera.

Calló. El horror contraía el rostro de Em.

—¡No, no! —gritó ella—. ¡También tú! ¡Discutí tanto con los otros, sola, cuando estabas enfermo! No podía explicarlo, pero sabía que era imposible. No encontraba argumentos. Sólo podía darles valor.

Em se detuvo, como agotada por su vehemencia.

—Sí —continuó—, perdí todo mi valor, como sangre. Salía de mí, me sentía cada vez más débil, y me preguntaba: ¿Habrá bastante? ¿Habrá bastante? Y tú delirabas y hablabas de Charlie.

Em calló de nuevo, e Ish no supo qué decirle.

—Oh —dijo ella—, no me pidas más valor. No sé razonar. No he estudiado. Sólo sé que hicimos lo que nos pareció mejor. Si Dios existe, si pecamos, como pretende George, fue porque somos como él nos hizo. Y no creo que él nos tienda trampas. Oh, eres más instruido que George. No traigas otra vez el Dios de la venganza, el Dios de la cólera, el que no nos enseña las reglas del juego y luego nos castiga si nos equivocamos. ¡No lo traigas otra vez, te lo ruego! ¡No tú!

Y otra vez se sintió pequeño y humilde. Em, de algún modo, había atendido sus ruegos. Se sentía ahora tranquilo, con una nueva seguridad y una nueva confianza. Sí, no debía haber dudado.

Tomó la mano de Em.

—No tengas miedo —le dijo, sin pensar que en aquel consejo había algo de irónico—. Tienes razón. Tienes razón. No tendré otra vez esos pensamientos. Son absurdos, lo sé. Pero la muerte es algo terrible a veces, y la enfermedad debilita. No lo olvides. No soy todavía yo mismo.

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